Capitulo I (Reencuentro)

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¡Oh! es tan raro empezar a escribir un libro sobre una historia que pasó cuando apenas tenía 13 años. El tiempo ha pasado, y ahora a mis casi cincuenta les puedo asegurar algo: el amor no depende de la edad. Bueno, continuo. Recuerdo que lo conocí joven y flacucho, casi como todos los hombres a los 13. Cursábamos la secundaria, imaginen, la secundaria... Ya pasaron demasiadas primaveras, pero es como si sólo hubiese pasado una. Que corta es la vida, y que largó es el amor, ¡no tengo duda!

El era el típico chico tímido, tanto que, nunca cruzamos palabra durante los tres largos años que implican la secundaria. Y la vida continuó, como cualquier otra, bueno, talvez no como cualquier otra pero si continuó. Porque el siguió su camino, y yo el mío, y eso hizo que nuestras vidas fueran como cualquier otra, pero también que no lo fueran, porque la vida separo al amor, no de manera definitiva, pero si lo hizo, por muchos años. Y digo que no de manera definitiva, porque más de tres décadas después lo volví a encontrar. En una noche estrellada, y con estrellada me refiero al cielo, no a las circunstancias de la misma. Esa noche vive calco y copia en lo profundo de mi corazón. Su semblante había cambiado, igual que el mío, porque la vida golpea día a día y los golpes van cambiándole a uno la mirada. Los dos teníamos tras de nosotros muchas historias, de todo tipo, incluso, de amor. Y el echo de pensarlo me apachurraba el corazón, si, el corazón, a mis casi cincuenta. Entonces, me dije a mi misma, ¿porque hay gente aún más joven que yo que se rehusa a enamorarse?, y no es que yo sea muy mayor, pero, mis manos guardan muchos años de esfuerzo que de poco me iban quitando la energía que se necesita para vivir con alegría, pero, ¿que creen?, el me regreso toda esa vitalidad, a mis casi cincuenta. Como notaron, he insistido en mi edad, y les diré porque: porque quiero que por medio de esto que estoy escribiendo las personas entiendan eso que dije al principio sobre que el amor no depende de la edad. Se los cuento con la certeza de que en este preciso momento en que escribo esto, estoy recargada en los brazos de mi hombre, si, mi hombre, porque a sus casi cincuenta es todo un hombre. El, Agustín, el chico que conocí a los trece, y que luego reencontré a mis casi cincuenta. Esa es una buena forma de empezar a contarles mi historia, como si fuese una adolescente enamorada, pero es que así es como me siento, y no siento pena decirlo, porque, el amor es para gritarse, no para sentir pena por el.

Cuando era pequeña, papá me decía que cuando creciera iba a comenzar a interesarme en los chicos y que entonces debería tener mucho cuidado con ellos. Yo tenía cinco años, seis cuando mucho, y, ¿que entiende alguien de esa edad sobre ese tipo de amor del cual me hablaba papá?, nada, así que en realidad no podía entender mucho. No fue si no hasta los ocho o 10 años cuando empezó a cambiarme la mente, lenta, pero firmemente. Y aún en mi inocencia comencé a conocer el amor, en pequeñas y grandes cosas, en miradas, en voces... El amor era para mi algo aún inalcanzable, máxime por la educación que mis padre me habían dado, así, ruda en ese aspecto. Crecí con la idea de que la dignidad de una mujer recaía en el respeto hacia si misma, y por eso, aún cuando gustaba de alguien, prefería guardar silencio, porque además, mis padres me enseñaron que el amor va por edades. ¡Que equivocados estaban!, mirenme ahora, enamorada nuevamente, con más intensidad que a mis veinte. Más que cuando tuve a mis dos hijas, porque debo decirles que tengo dos hijas, muy bellas, tan bellas como las puede ver una madre. Y bueno, a mi el amor hacia un hombre me golpeo después de ellas, por eso creo que no estoy más con su padre. Es difícil, muy difícil aceptar algunas cosas en la vida, porque, el ser humano puede admitir casi cualquier cosa, menos un error. Y no es que ellas sean un error, ¡no!, no lo son. Pero, el matrimonio es para toda la vida, o al menos así me enseñó mi madre, así que por más que trate de engañar a mi mente, mi matrimonio fue un error, porque no supimos mantenerlo intacto para toda la vida, aún cuando teníamos ya de por medio dos razones para mantenernos unidos, y con esas dos razones me refiero a nuestras hijas. Pero, supongo que no había amor, porque cuando hay amor, no hay nada que rompa un matrimonio. Estábamos desgastados, y entonces fue que de nuevo la vida me golpeo con fuerza, como cuando tenía 13 y tuve que ver partir a Agustín, después a mis más treinta tuve que ver partir al padre de mis hijas, y, aunque el amor no existía, o talvez nunca existió entre nosotros, sentí un vacío terrible, de nuevo por el fracaso que implicaba no haber podido mantener a mi lado al hombre que le dio vida a las personas que durante tanto tiempo me han dado vida a mi: mis hijas. Esta puede entonces que no sea de esas historias de amor que cautivan, y en realidad no pretendo que la mía lo sea, sólo quiero plasmarla y si de paso dejo un mensaje, seré más feliz de lo que ahora mismo soy. Bueno, continuare, aveces me desvío pensando en tantas cosas mientras escribo que no puedo evitar contarlas. Cuando me separé del entonces hombre que supuse amaba, me sentí triste, derrotada. Máxime porque veía a mis pequeñas y entonces los ojos se me llenaban de lágrimas al ver que no iban a crecer en su totalidad bajo el cobijo del amor de su padre. Dentro de mi algo me decía que en algún momento de la vida me reprocharían el echo de haberles privado la oportunidad de creer junto a el, pero conforme la edad fue avanzando la vida me fue respondiendo a todas mis interrogantes. Entonces comprendí que no fui yo quien las privó de ese derecho natural, porque quien en realidad les negó esa oportunidad fue la inoperante manera de amarnos, y ante la falta de amor no existe una fuerza en el universo capaz de unir a dos personas. Cuando me separé pensé en todo, sobre todo en ellas y en las repercusiones de la decisión que habíamos tomado, o que todo lo que habíamos vivido nos hizo tomar. Durante un lapso muy largó me enfoque tanto en eso que me olvide que yo también soy un ser humano, que siente y sufre como cualquier otro, y lo cierto es que yo sentía dolor en cada poro, no por haberlo perdido, si no por haber perdido la oportunidad de envejecer juntos, de enseñar a nuestras hijas codo a codo, de luchar por ellas, de ser lo que normalmente los padres son para los hijos hasta que estos se vuelven adultos: todo. Superado ese trance me llego el tiempo de pensar en mi. Le llamo trance a esa etapa de mi vida porque estaba desconectada de casi todo, pero más del amor de pareja, del amor carnal, del amor hacia un hombre, en todo el sentido etimológico de la palabra. No recuerdo a que edad me regreso el ánimo por volver a creer en el amor, pero me regreso sin la necesidad de buscarlo, así, fácil, en una mirada, en su mirada.

Una día como cualquier otro, bueno, no como cualquier otro, porque pensandolo bien, encontrar al amor de ti vida después de tanto tiempo le quita eso de "cualquier otro", el caso es que ese día lo encontré. Parecía más alto, la adolescencia se le había chispado por completo. Tenía un bigote pronunciado, y su mirada era varonil, demasiado varonil. De estatura media, cuerpo atlético, ojos que me invitaban a todo, si a todo, que les puedo decir. Aún lo amaba, y cuando se ama a alguien la mirada nos endulce el entorno entero. El encuentro no fue como esperaba, es raro que lo diga, pero, sin importar la edad, uno espera reencontrar a la persona que ama en un café mientras charlan por horas, no en una reunión inoportuna en donde hasta el hola es precipitado. Lo único bueno es que de nuevo estaba ahí, no para mi, pero ahí, y al final del día eso es lo que le importa a una persona enamorada: verlo. Y lo veía, con todo lo que implicaba verlo. Sin parpadear creo, y, me sentía como una chica de 15 años: renovada, entera, bella, incluso me sentía sexy. Eso me hizo descubrir algo muy hermoso, demasiado hermoso. Descubrí que no hay edad para sentir mariposas, describir que no hay edad para tener sueños, para cumplirlos, para replantearlos. Cuando lo vi descubrí el sentido de la vida entera, porque, el verlo nací otra vez, nací en el sentido del amor, porque el amor también tiene vida, y el mío había muerto, y luego, luego volvió a la vida con tan sólo verlo a unos metros de mi. Lo irónico de todo es que el aún no me había visto, y miren, todo lo que ya había causado en mi. En segundos, tan sólo en segundo me quitó las pocas arrugas que ya tenía. Estoy segura que al verlo, el semblante de mi cara no volvió a ser el mismo. Imaginen lo que paso cuando sus ojos hicieron contacto con los míos, bueno, no imaginen, mejor les contare.

Charlaba con una amiga de la secundaria, es decir, todo conspiraba para volvernos a unir, o puede que fuera sólo un deseo mío, muy mío. Y sin más giró su cabeza hasta donde yo estaba. Pude sentir toda la adrenalina pasear a deseo por mi cuerpo hasta que sus ojos por fin se clavaron en mi. Y fue todo, me vio, de una manera diferente, me vio como se ven dos personas que se aman: con deseo, y no me refiero a sexo, me refiero al deseo de estar siempre, siempre juntos. Yo estaba danzando por dentro, quería abrazara lo, pero aún cuando había renacido comprendía que no éramos unos jovencitos, y que a estas alturas no era prudente amar con tanta soltura, así que lo bese en la mente, lo abrace con el deseo, y lo amé, lo ame en el silencio más profundo que he conocido en la vida, el silencio de mi corazón enamorado.

-Hola.

Sonó fuerte y claro. "Hola", un simple hola que me tambaleo toda, toda. Eras casi las once, y yo me preguntaba, ¿porque el reloj tiene que marchar tan a prisa en momentos tan maravillosos?. Estuvimos tres o cuatro horas ahí, juntos, y no cruzamos palabra, no hasta que la hora había llegado. Estaba por marcharme, feliz, muy feliz por haberle encontrado de nuevo, pero el día aún me tenía más sorpresas, muchas más. Y una de ellas salió de la voz de mi amado, de su dulce vos.

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⏰ Última actualización: Aug 13, 2014 ⏰

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El amor a los cincuentaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora