Capítulo 2

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                          El incendio
                                                   Año 1890

    Siempre sentí predilección por los viajes, tanto en el espacio como en el tiempo. Por eso he sido desde antiguo lo que algunos llaman un espíritu inquieto. Sería largo enumerar ahora todos los rincones del universo que conozco y los acontecimientos fabulosos que he vivido en ellos y, lo sé por experiencia, habría más de uno que lo encontraría una pedantería o una falsedad, de modo que preferiría no dar crédito a mis palabras antes que dejarse cautivar por ellas. Pobres almas insípidas que no merecen que nada extraordinario les ocurra.

    Respecto a la casona de los Albás y al lugar donde se levanta diré, para abreviar, que los conozco hace mucho tiempo. Lo mismo podría afirmar de las aguas subterráneas que los recorren a varios metros bajo tierra, y eso es mucho más de lo que sería capaz de asegurar cualquier otro visitante, pienso yo. No creo que sea exagerado decir que en determinadas épocas de mi ya larga vida he llegado a considerar el lugar, más que ningún otro, mi verdadero hogar o, por lo menos, el único que he tenido. Algunos podrían imaginar que son causas corrientes las que me hacen mantener con los Albás esta rencilla antigua. Qué sé yo, una antigua deuda, un asunto de lindes de tierras o un conflicto amoroso mal resuelto. Cometerás un error si piensas tan mal de mí, ingenuo lector. Todos los mencionados son asuntos vulgares y yo procuro, en todo momento y a toda costa, no acercarme a la vulgaridad más de lo estrictamente necesario. Por otra parte, llamarme vulgar es insultarme en lo más hondo. Me enojo mucho cuando eso ocurre. Advertido quedas, abstruso receptor de estas palabras. Mis diferencias con los Albás, pues, tienen un origen muy diferente a cualquiera de los ya dichos, además de infinitamente más creativo, que será revelado a su debido tiempo.

   

    Por ahora, y sólo si el lector me lo permite, aprovecharé esta ocasión para proponer un viaje a través del aire helado de la noche. Partimos de la ventana desde donde hemos observado el sueño tranquilo de las dos niñas y nos dirigimos hacia el nordeste. En cierto modo, será un trayecto largo: no porque nos propongamos atravesar grandes distancias, sino porque nos disponemos a atravesar el tiempo.

    Esto de planear en la oscuridad es más fácil de lo que la mayoría de la gente supone. Basta con cerrar los ojos, extender los brazos y dejarse llevar. Hay quien lo llama imaginación. Allá ellos.

    Los espacios físicos jamás son infranqueables. En esta ocasión, apenas será necesario un mínimo desplazamiento. Divisaremos desde una distancia prudente las arboledas inmensas por donde la Guardia Civil, la policía y los voluntarios buscaron durante horas a Natalia. Para entretener nuestro paseo, me permito explicarte, visitante que tal vez nunca sobrevolaste estos bosques, que cuanto ves fue en otro tiempo un valle glaciar del que apenas quedan vestigios. Por fortuna, porque las glaciaciones eran un soberano aburrimiento. El valle que vemos es una enorme explanada que arranca al pie de los Pirineos y se extiende hasta las aguas del caudaloso río que desde antiguo dio nombre a estas tierras. La flora se compone principalmente de pinos, bayas y carrascas.

    No cuesta distinguirlas entre el verdor, incluso con una visión no demasiado aguda como es la tuya. Espero que sepas aprovechar este alarde de conocimientos para atenuar en algo tu incultura. Muy pocas veces en la vida tendrás la fortuna de contar con un maestro tan poco común y tan bien preparado como yo. No te asombre mi orgullo: el orgullo me sobra, y es con razón, como habrás notado si eres todo lo perspicaz que yo quiero imaginarte.

    Un visitante advertido que llegado a este punto ladee un poco la cabeza hacia la derecha empezará a vislumbrar las formas cuadrangulares de una construcción en medio del bosque. Es una antigua mansión señorial. O sería tal vez más correcto decir lo que queda de ella. Si no hay noticia de los caminos que otrora llevaron hasta sus puertas es porque hace demasiado que ningún vehículo ni pie humano los transita. Las zarzas, la maleza y otras plantas autóctonas lo han invadido todo (pese al mucho tiempo que hace que estudié las especies autóctonas, desde aquí reconozco, por ejemplo, dos de ellas: las llamadas adelfilla y cardo ajonjero). De la ornamentada reja que en otro tiempo rodeó la vasta propiedad privada, apenas se vislumbran hoy unos pocos restos entre esta oscuridad. No son más que un puñado de hierros oxidados que en su mayor parte apenas se mantienen en pie.

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⏰ Última actualización: Aug 14, 2014 ⏰

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El Dueño de las Sombras-Care SantosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora