Capítulo II: Las primeras impresiones del señor Teddy Henfrey

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Eran las cuatro de la tarde. Estaba oscureciendo, y la señora Hall hacía acopio de valor
para entrar en la habitación y preguntarle al visitante si le apetecía tomar una taza de té. En
ese momento Teddy Henfrey, el relojero, entró en el bar.   
  ‐¡Menudo tiempecito, señora Hall! ¡No hace tiempo para andar por ahí con unas botas tan ligeras! La nieve caía ahora con más fuerza.
La señora Hall asintió; se dio cuenta de que el relojero traía su caja de herramientas y se le
ocurrió una idea.
  ‐A propósito, señor Teddy‐dijo‐. Me gustaría que echara un vistazo al viejo reloj del
salón. Funciona bien, pero la aguja siempre señala las seis.
Y, dirigiéndose al salón, entró después de haber llamado. Al abrir la puerta, vio al visitante sentado en el sillón delante de la chimenea. Parecía estar medio dormido y tenía la cabeza inclinada hacia un lado. La única luz que había en la habitación era la que daba la chimenea y la poca luz que entraba por la puerta. La señora Hall no podía ver con claridad, además estaba deslumbrada, ya que acababa de encender las luces del bar. Por un momento
le pareció ver que el hombre al que ella estaba mirando tenía una enorme boca abierta, una
boca increíble, que le ocupaba casi la mitad del rostro. Fue una sensación momentánea: la
cabeza vendada, las gafas monstruosas y ese enorme agujero debajo. En seguida el hombre se agitó en su sillón, se levantó y se llevó la mano al rostro. La señora Hall abrió la puerta de par en par para que entrara más luz y para poder ver al visitante con claridad. Al igual que antes la servilleta, una bufanda le cubría ahora el rostro. La señora Hall pensó que seguramente habían sido las sombras.
  ‐Le importaría que entrara este señor a arreglar el reloj? ‐dijo, mientras se recobraba
del susto.   
  ‐¿Arreglar el reloj? ‐dijo mirando a su alrededor torpemente y con la mano en la boca‐.
No faltaría más ‐continuó, esta vez haciendo un esfuerzo por despertarse.
La señora Hall salió para buscar una lámpara, y el visitante hizo ademán de querer estirarse. Al volver la señora Hall con la luz al salón, el señor Teddy Henfrey dio un respingo, al verse en frente de aquel hombre recubierto de vendajes.
  ‐Buenas tardes  ‐dijo el visitante al señor Henfrey, que se sintió observado intensamente, como una langosta, a través de aquellas gafas oscuras.
  ‐Espero ‐dijo el señor Henfrey‐ que no considere esto como una molestia.
  ‐De ninguna manera ‐contestó el visitante‐.   Aunque creía que esta habitación era para mi uso personal ‐dijo volviéndose hacia la señora Hall.
  ‐Perdón ‐dijo la señora Hall‐, pero pensé que le gustaría que arreglasen el reloj.
  ‐Sin lugar a dudas  ‐siguió diciendo el visitante‐, pero, normalmente, me gusta que se
respete mi intimidad. Sin embargo, me agrada que hayan venido a arreglar el reloj  ‐dijo, al observar cierta vacilación en el comportamiento del señor Henfrey‐. Me agrada mucho.
El visitante se volvió y, dando la espalda a la chimenea, cruzó las manos en la espalda, y dijo:
  ‐Ah, cuando el reloj esté arreglado, me gustaría tomar una taza de té, pero, repito,
cuando terminen de arreglar el reloj.
La señora Hall se disponía a salir, no había hecho ningún intento de entablar conversación con el visitante, por miedo a quedar en ridículo ante el señor Henfrey, cuando oyó que el forastero le preguntaba si había averiguado algo más sobre su equipaje. Ella dijo que había hablado del asunto con el cartero y que un porteador se lo iba a traer por la mañana
temprano.
  ‐¿Está segura de que es lo más rápido, de que no puede ser antes? ‐preguntó él.
Con frialdad, la señora Hall le contestó que estaba segura.
  ‐Debería explicar ahora  ‐añadió el forastero lo que antes no pude por el frío y el cansancio. Soy un científico.
  ‐¿De verdad? ‐repuso la señora Hall, impresionada.
  ‐Y en mi equipaje tengo distintos aparatos y accesorios muy importantes.
  ‐No cabe duda de que lo serán, señor ‐dijo la señora Hall.
  ‐Comprenderá ahora la prisa que tengo por reanudar mis investigaciones.
  ‐Claro, señor.
  ‐Las razones que me han traído a Iping‐prosiguió con cierta intención‐ fueron el deseo
de soledad. No me gusta que nadie me moleste, mientras estoy trabajando. Además un
accidente...
  ‐Lo suponía ‐dijo la señora Hall.
  ‐Necesito tranquilidad. Tengo los ojos tan débiles, que debo encerrarme a oscuras durante horas. En esos momentos, me gustaría que comprendiera que una mínima molestia, como por ejemplo el que alguien entre de pronto en la habitación, me produciría un gran disgusto.
  ‐Claro, señor‐dijo la señora Hall‐, y si me permite preguntarle...
  ‐Creo que eso es todo  ‐acabó el forastero, indicando que en ese momento debía finalizar la conversación. La señora Hall entonces se guardó la pregunta y su simpatía para mejor ocasión.
Una vez que la señora Hall salió de la habitación, el forastero se quedó de pie, inmóvil, en frente de la chimenea, mirando airadamente, según el señor Henfrey, cómo éste arreglaba
el reloj. El señor Henfrey quitó las manecillas, la esfera y algunas piezas al reloj e intentaba hacerlo de la forma más lenta posible. Trabajaba manteniendo la lámpara cerca de él, de manera que la pantalla verde le arrojaba distintos reflejos sobre las manos, así como sobre el marco y las ruedecillas, dejando el resto de la habitación en penumbra. Cuando levantaba la vista, parecía ver pequeñas motas de colores. De naturaleza curiosa, se había extendido en su
trabajo con la idea de retrasar su marcha, y así entablar conversación con el forastero. Pero el forastero se quedó allí de pie y quieto, tan quieto que estaba empezando a poner nervioso al señor Henfrey. Parecía estar solo en la habitación, pero, cada vez que levantaba la vista, se encontraba con aquella figura gris e imprecisa, con aquella cabeza vendada que lo miraba con
unas enormes gafas azules, entre un amasijo de puntitos verdes.
A Henfrey le parecía todo muy misterioso. Durante unos segundos se observaron
mutuamente, hasta que Henfrey bajó la mirada. ¡Qué incómodo se encontraba! Le habría gustado decir algo. ¿Qué tal si le comentaba algo sobre el frío excesivo que estaba haciendo
para esa época del año?
Levantó de nuevo la vista, como si quisiera lanzarle un primer disparo.
  ‐Está haciendo un tiempo... ‐comenzó.  
  ‐¿Por qué no termina de una vez y se marcha? ‐le contestó aquella figura rígida sumida
en una rabia, que apenas podía dominar‐. Sólo tiene que colocar la manecilla de las horas en
su eje, no crea que me está engañando.
  ‐Desde luego, señor, en seguida termino ‐.Y, cuando el señor Henfrey acabó su trabajo,
se marchó.   Lo hizo muy indignado. «Maldita sea», se decía mientras atravesaba el pueblo torpemente, ya que la nieve se estaba derritiendo. «Uno necesita su tiempo para arreglar un reloj». Y seguía diciendo: «Acaso no se le puede mirar a la cara? Parece ser que no. Si la policía lo estuviera buscando, no podría estar más lleno de vendajes.»
En la esquina con la calle Gleeson vio a Hall, que se había casado hacía poco con la
posadera del Coach and Horses y que conducía la diligencia de Iping a Sidderbridge, siempre
que hubiese algún pasajero ocasional. Hall venía de allí en ese momento, y parecía que se
había quedado un poco más de lo normal en Sidderbridge, a juzgar por su forma de conducir.   
  ‐¡Hola, Teddy! ‐le dijo al pasar.
  ‐¡Te espera una buena pieza en casa! ‐le contestó Teddy.
  ‐¿Qué dices? ‐preguntó Hall, después de detenerse.
  ‐Un tipo muy raro se ha hospedado esta noche en el Coach and Horses ‐explicó Teddy‐.
Ya lo verás.
Y Teddy continuó dándole una descripción detallada del extraño personaje.
  ‐Parece que va disfrazado. A mí siempre me gusta verla cara de la gente que tengo delante ‐le dijo, y continuó‐, pero las mujeres son muy confiadas, cuando se trata de extraños.
Se ha instalado en tu habitación y no ha dado ni siquiera un nombre.
  ‐¡Qué me estás diciendo! ‐le contestó Hall, que era un hombre bastante aprehensivo.
  ‐Sí ‐continuó Teddy‐. Y ha pagado por una semana. Sea quien sea no te podrás librar de
él antes de una semana. Y, además, ha traído un montón de equipaje, que le llegará mañana.
Esperemos que no se trate de maletas llenas de piedras.
Entonces Teddy contó a Hall la historia de cómo un forastero había estafado a una tía
suya que vivía en Hastings. Después de escuchar todo esto, el pobre Hall se sintió invadido por las peores sospechas.
  ‐Vamos, levanta, vieja yegua ‐dijo‐. Creo que tengo que enterarme de lo que ocurre.
Teddy siguió su camino mucho más tranquilo después de haberse quitado ese peso de
encima.    Cuando Hall llegó a la posada, en lugar de «enterarse de lo que ocurría», lo que
recibió fue una reprimenda de su mujer por haberse detenido tanto tiempo en Sidderbridge, y
sus tímidas preguntas sobre el forastero fueron contestadas de forma rápida y cortante; sin
embargo, la semilla de la sospecha había arraigado en su mente.
  ‐Vosotras las mujeres no sabéis nada‐dijo el señor Hall resuelto a averiguar algo más
sobre la personalidad del huésped en la primera ocasión que se le presentara. Y después de que el forastero, sobre las nueve y media, se hubiese ido a la cama, el señor Hall se dirigió al salón y estuvo mirando los muebles de su esposa uno por uno y se paró a observar una
pequeña operación matemática que el forastero había dejado. Cuando se retiró a dormir, dio
instrucciones a la señora Hall de inspeccionar el equipaje del forastero cuando llegase el día
siguiente.
  ‐Ocúpate de tus asuntos ‐le contestó la señora Hall‐, que yo me ocuparé de los míos.
Estaba dispuesta a contradecir a su marido, porque el forastero era decididamente un hombre muy extraño y ella tampoco estaba muy tranquila. A medianoche se despertó soñando con enormes cabezas blancas como nabos, con larguísimos cuellos e inmensos ojos azules.
Pero, como era una mujer sensata, no sucumbió al miedo y se dio la vuelta para seguir
durmiendo.

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⏰ Última actualización: Nov 21, 2018 ⏰

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