El Ser

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El estridente chirrido de mi pequeño despertador electrónico me rescató de aquella pastosa pesadilla y me devolvió al uniformado mundo de la coherencia. Me incorporé acompañado por el impetuoso ruido del aparato y lo apagué de un golpe mientras las finas agujas del reloj marcaban las dos de la madrugada. Acaricié mi poblada barba con un torpe movimiento mientras observaba el tranquilo sueño de mi esposa a apenas unos centímetros de mí, sin poder evitar sentir envidia por ella me levanté de la cama y me dirigí al baño, alumbrado tan solo por las estrellas y por una luna refugiadas tras unas nubes de tormenta. Entré en la ducha y dejé que el agua congelada acariciase mi joven cuerpo mientras maldecía el día en el que acepté aquel dichoso trabajo de guardia nocturno. Dinero. Cada día entraba al turno de vigilante de aquella maldita fábrica en las afueras de la ciudad a las tres y media de la madrugada con tal de recibir un raquítico fajo de billetes para poder alimentar a mi mujer y a mi hijo recién nacido. Hoy en día todo se hace por dinero.

Después de dejar mi austero piso y caminar un cuarto de hora hasta llegar a la parada del Straßenbahn, me subí a aquella mecanizada serpiente dispuesto a dormir un rato durante el trayecto. El transporte solía circular vacío a estas horas de la madrugada a sí que relajarme no iba a ser tarea difícil. Al empezar a acomodarme en mi asiento, sin embargo, advertí que esta vez no iba a viajar solo.

Para mi sorpresa, las puertas del transporte no se cerraron tras mi subida como de costumbre si no que, cuando estaban a punto de hacerlo, alguien presionó el brillante botón del exterior del vehículo, impidiéndolo. Una única persona se subió esta vez, no fue, sin embargo, la palabra ''persona'' la que se cruzó por mi cabeza al ver a aquel pobre individuo. Una camiseta XXL no daba abasto para sostener los pliegues de grasa que abultaban la maltrecha prenda, la cara, de forma más redonda que ovalada, se veía trastornada aquí y allá por rollitos de grasa, desde la pronunciada papada hasta los pliegues que se hacían en su nuca. El hombre sudaba al caminar hacia los asientos pese al frío que maltrataba mis huesos debajo de la chaqueta de cuero y las grandes gotas de sudor que emanaban de sus dilatados poros mojaban su camiseta en las zonas de las axilas y la enorme espalda, como si una tenue llovizna lo bañara. El exuberante hombre caminó hasta unos asientos para cuatro personas, sacudiendo su enorme y grasiento trasero con cada paso que daba. Al llegar, ocupó dos asientos y la mitad de un tercero dejándose caer en ellos, exhausto. Pese al sueño que lidiaba con mis párpados y los forzaba a cerrarse, no pude apartar la mirada de aquél tipo y, aun sintiéndome un idiota, su mera presencia me asqueaba. Al cabo de observarlo unos instantes, un repentino movimiento de su brazo me sorprendió. Abrió una pequeña riñonera que llevaba a modo de cinturón y sacó de dentro dos paquetes parcialmente aplastados. Sus dedos, gordos y del tamaño de morcillas abrieron los paquetes y sacaron temblorosamente dos grandes hamburguesas de dentro. No me lo pude creer. ¡Eran las dos y media de la madrugada! Mientras reflexionaba si aquello sería la cena o el desayuno de aquella imponente mole, esta profirió un enorme y hambriento bocado a una de las hamburguesas y la masticó rápidamente, con ansia. Al masticar una cantidad de comida que ni siquiera en aquella enorme boca cabía, un poco de esta se cayó de si, manchando de grasa industrial su papada y gran parte de la camiseta. Mi asco no fue a menor al ver cómo aquel tipo recogía con la mano que le quedaba libre aquel trozo de comida masticada, pasaba un dedo por la mancha de la papada y se lo metía en la boca. Un escalofrío de repulsión recorrió mi cuerpo y me obligué a cerrar los ojos.

Procuré no abrirlos hasta escuchar cómo se bajaba aquel gigantesco individuo, dos paradas más allá. Al abrirlos descubrí, para mi sorpresa, que otras dos personas se habían subido al vehículo sin yo repararlo. Una de ellas, un fornido hombre extranjero, viajaba de pie cerca de la puerta del Straßenbahn, vestido con unos pantalones tejanos y una camiseta de tirantes de la cual salían dos musculosos y exuberantes brazos. El tipo llevaba puestos unos cascos en la cabeza y se dedicaba a mover los bíceps al compás de la música, con la mirada perdida. Soberbio. Aparté la mirada de aquel hombre y me fijé en el segundo pasajero, sentado en un asiento a unos pocos metros del primero. Si el primer hombre era la definición del típico estereotipo de ''chulo de gimnasio'', la descripción del segundo venía a ser, básicamente, todo lo contrario. Era un joven menudo, de apenas metro setenta de estatura y complexión débil. La boina que llevaba puesta en la cabeza no disimulaba a todo aquel que lo mirase su prematura alopecia, frustrando sus ansiosos intentos por ocultarla. Este joven observaba con sus oscuros ojos la fornida figura del primer pasajero y su abundante cabellera rubia, la cual llevaba pulcramente peinada. Ni siquiera al más despistado de los observadores se le hubiese pasado por alto la gran envidia que los ojos del joven alopécico denotaban. Con esta extraña imagen en la cabeza, aparté la mirada de aquellos hombres tan opuestos y me limité a perderla en la impenetrable oscuridad que la ventana del Straßenbahn me mostraba.

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