XXIII

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Muchas veces me vi tentado a encender mi celular y comunicarme con Antoni. Me dolía no hacerlo, no saber nada de él, de mi mejor amigo, de la persona que amaba y siempre me apoyó. Me sentí como un drogadicto, necesitaba mi droga, necesitaba a mi Antoni. Sin embargo, me sometí a ser curado.

Entrar al conservatorio me ocupó mucho, eran muy exigentes los profesores y al mínimo error trataban con dureza a los alumnos. No socialicé mucho con mis compañeros, todos nos refugiábamos en aprender más y dominar nuestro instrumento. Era normal ver caras largas y serias en clases. A los profesores no les gustaba que los alumnos hablaran tanto, por lo que el silencio era lo habitual, uno que de vez en cuando era destruido en ensayos y prácticas.

El conservatorio se encontraba en un antiguo exconvento de monjas. Los salones eran amplios y tranquilos, como templos, pero también eran fríos y oscuros. No pasaba mucha luz a través de los ventanales antiguos enrejados. Algunas lámparas de luces amarillas daban color y vida a los salones y pasillos. Mi alma a veces se salía del cuerpo cuando las clases eran muy aburridas. Solía saltar por los ventanales, se iba a pasear a los amplios jardines, pisoteaba el pulcro césped y arrancaba las azucenas para hacerse coronas de flores. Me gustaba la arquitectura del lugar, las fuentes donde las palomas se bañaban, las esculturas que decoraban los jardines y azoteas. Estas se encontraban repartidas por todos lados como guardianes. Algunas estatuas eran de bondadosos ángeles, otras de demonios con ojos saltones y juzgones. No entendía mucho las de los santos y vírgenes, eran ordinarias. Mi lugar favorito eran los alargados pasillos con antiguos murales religiosos. A pesar de que no creía en nada, me daba mucha paz ver las pinturas de niños en un paraíso floral custodiados por ángeles.

Desde el amplio jardín rodeado por la arquitectura del lugar y las estatuas, se podía ver un lejano cielo que pasaba de largo ante el frío y viejo exconvento. Cuando alzaba mi rostro para ver el cielo, me sentía atrapado en una fosa.

Como poseía experiencia y practiqué en la orquesta de la ciudad que me vio nacer, tuve una oferta de ser suplente en la orquesta del conservatorio. Acepté, aunque no me quedara con mucho tiempo para mí y fuera presionado de más.

Dormía poco y me alimentaba rápido en la cafetería. Tenía los horarios demasiado ajustados. Seguido me enfermaba. Las fiebres ya eran comunes y parte de mi vida, tanto, que las llamé Antoni. «Ya tengo Antoni de nuevo», solía decir cuando tenía fiebre. Sin embargo, tomaba medicamentos de venta libre y se iba Antoni, continuando así con mis actividades.

Los fines de semanas libres eran raros, en ellos me dedicaba a dormir y tenía sueños extraños. Seguido soñaba con mi madre entregándome su violín, me decía algo en el proceso, pero no lograba escucharla, solo de su rostro borroso emergía un ruido estático sin vigor. Me pregunté si eso era porque había olvidado su tono de voz. El sueño se repetía. Era un bucle infinito hasta despertar. En mi angustia veía una y otra vez a mi madre en un espacio totalmente blanco, vestida con largas, desgastadas y empolvadas ropas negras. Y como si fuera un bebé, cargaba en brazos su violín. Cuando lograba acercarme, ella me entregaba su posesión más amada, y solía terminar el sueño cuando tomaba el violín. Me levantaba bañado en sudor y con dificultad para respirar.

Habían pasado seis meses desde mi escape y mis fuerzas cada día eran más escasas. Ignoré los síntomas de mi cuerpo, esos que me pedían descansar. Me ocupé tanto, pero tanto, que sentí que pasaron años y no meses.

Llegué a relacionarme de manera superficial con mis compañeros. Era distante. No quería ilusionarme de nuevo, era lo último que deseaba. A veces ellos me hacían preguntas y conversaban conmigo. Eran agradables y reservados, como se supone que debe ser un músico. Claro, no faltaba el engreído que se sentía superior a los demás y presumía constantemente de sus «habilidades». No obstante, algunos días me parecían que todos mis compañeros simplemente eran siluetas humanoides que rondaban con los instrumentos en la mano sin rumbo fijo. Como nos hacían vestir de uniformes oscuros nadie resaltaba, todos nos camuflábamos entre nosotros. No podía distinguirles el rostro, tampoco los tonos de voz. A veces cuando me hablaban los oía, pero no escuchaba.

Entendí que me convertí en un adulto frívolo cuando la cruel realidad me rompió el corazón. Ya no poseía la inocencia y amabilidad que me caracterizaba. Desconfiaba de los demás y solo veía personas rotas en todos lados, dispuestas a mentir y dañar a otros para sobrevivir en el cruel mundo gobernado por humanos egoístas.

Además, nadie se le comparaba a Antoni. Extrañaba con locura los momentos que compartí con él, me vi envuelto en una melancólica sensación donde idealizaba el pasado a su lado. Extrañaba verlo a los ojos, perderme en el bosque de su mirada. Quería volver a los días donde conversábamos entre miradas, nos tomábamos las manos y nos besamos con cariño. Sobre todo, extrañaba a mi fiel amigo, el que me prestaba toda su atención y me apoyaba en todo. Mi faceta amorosa se murió cuando lo abandoné y lo único que tenía de consuelo en las noches frías, era el recuerdo de sus caricias, besos y abrazos.

Pasaron más meses y llegaron las vacaciones de invierno, la estación que deseaba evitar a toda costa porque me traía terribles recuerdos. Y como si se tratara de una maldición, los peores eventos de mi vida sucedieron en ese invierno.

Había muchas actividades extracurriculares y artísticas. Sin embargo, me encontraba tan fatigado que decidí no participar en nada y solo dedicarme a dormir para reponer fuerzas.

En una fría mañana desperté agitado, de nuevo la misma pesadilla que protagonizaba mi madre era causante de quitarme el aire.

Estaba empapado de sudor y había sangre en las almohadas. Asustado, busqué de dónde provenía la sangre y comprobé que había sido de mi nariz. Me preocupé por primera vez, tener fiebres constantes, debilitamiento, sangrado nasal y muchas pesadillas que me hacían sudar no era normal. Decidí ir al doctor después de tomar el desayuno. Luego de ducharme y dar un último vistazo al espejo de mi pequeña habitación, me fui a la cafetería. Por fin, después de mucho tiempo, disfrutaba del desayuno sin prisa. Mientras comía, sumergido en la tranquilidad de una cafetería casi vacía, un profesor entró apresurado y buscó a alguien con su desesperada mirada. Supe que era a mí cuando caminó rápido hacia mi lugar.

—¡Samuel! Un violinista de la orquesta ha tenido que salir de viaje a su país natal. Te necesitamos, tenemos muchos eventos fuera de la ciudad. Ven —avisó agitado.

Quería ver el afligido rostro del profesor, pero su calva brillante atrajo mi atención.

—Está bien, solo termino de desayunar y...

—No —interrumpió—. Alístate rápido y ve por tus cosas, comerás algo en el camino. Todos ya están dentro del autobús, tenemos un evento a la seis de la tarde. —Miró agitado su reloj, después sacó un pañuelo de su traje y secó el sudor de su arrugada frente.

Dejé mi lugar en el comedor. Estaba cansado, perono podía negarme, era sustituto. También, la idea de tocar en diferentesteatros de diversas ciudades me emocionó.

Cómo los gatos hacen antes de morir |Próximamente en libreríasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora