Respiró profundo hasta que logró calmarse y caminó tambaleante hasta la caja escondida, donde guardaba uno de sus favoritos.
Posó una mano sobre su vientre y por debajo del vestido, con la otra, presionó con fuerza hasta concentrarse en el punto perfecto. Con las pupilas dilatadas, el frío que provocaba la ansiedad, y la agitación que mecía sus pechos, sugería que iba a acabar en ese instante.
Curvándose, con su juguete entre las manos, apretó los muslos para recorrer con él desde su clítoris hasta las paredes. Se sentía tentada de llenarse de inmediato, pero no debía hacerlo.
El tacto helado la humedecía cada vez más. Supo que estaba lista. Lo tomó con firmeza tratando de separar los labios y convirtiendo esos segundos en una eternidad. Su cuerpo se arqueó al sentirse invadida por él. Se sentía áspero y delicado. Su peso ya no era un problema entre sus manos. Los movimientos le provocaron un orgasmo violento y espasmos embravecidos como olas de mar.
Un hombre alto estaba parado detrás de una de las ventanas mirándola. Había escuchado los gemidos, parecidos a sollozos. A esas horas de la noche, de guardia en el cementerio, no estaba seguro si debía ir a verificar o si ignorarlo. No se había equivocado. Era real. Victoria, a pesar del visitante, no podía dejar de masturbarse con su hueso elegido. Los húmeros eran sus favoritos. Lo fueron desde el día en que inhumaron a su madre y la dejaron en aquel mausoleo.