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Madurar

—Te odio, no lo digo a la ligera. Eres lo único que no soporto de mi vida. Yo...— Mirada fría, y la irónica sonrisa que acompañaba como una perfecta armonía sus palabras, no había un mejor tono que aquel que resonaba en sus oídos. —No te conozco.—

Sus pulmones se contrajeron, igual que una flor marchita, se secaron en un segundo, el aire se corto dentro de su garganta, no podía inhalar ni exhalar.

—Pero...— Su voz rápida sin pizca de aire salió de entre sus labios sin cuerpo ni forma. Sus ojos vacíos, hondos, profundos, eran el fin del mundo del que nadie puede huir.

—No tengo nada más que darte. Lo he desperdiciado todo en ti, mi tiempo y mi enseñanza.— Su manos frías iluminaban la perfecta despedida.

—He dado lo mejor de mi...— Una voz misera y rota se revolcaba en el escaso aire de su garganta sonando comprimida, dolorosa.

—Te estoy dejando atrás, no me importas, sólo me eres inútil.— Rígida, recta como una fecha directo al alma, la extraña sensación de melancolía apareció en un rincón de su lejano corazón.

—No tengo nada sin ti...— El océano, las olas entre su pupila y su párpado, rompería el asta de cualquier bandera. —No puedes despojar mi historia de la tuya...—

—Ya no te necesito, hoy maduro como una mejor persona. Conozco al mundo mejor que nadie, y tú sólo ciegas mi vista con tus berrinches, tus caprichos, con tus sueños imposibles.— Su mirada se volvió el mayor muro que alguien hubiera visto jamás, duro e impenetrable. —¿Cuándo entenderás que no todo lo puedes hacer? No todo lo puedes hacer.—

—Yo...— Su mente se retorcía alrededor de una pregunta "¿dónde está mi corazón en estos momentos?”. Las olas se volvieron un fuerte tsunami que rebasaba sus mejillas hasta sus clavículas. Su pecho se contraía, frágil e histérico. —No puedo crecer... Por favor... No me hagas crecer.—

—No vas a crecer.— Su voz se suavizó, tomó entre sus labios la siguiente flecha, un suave impulso, una elegante trayectoria. —Desapareceras.— Y un duro impacto.

Así perdí mi inocencia.