SANGRE Y BARRO (I)

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Verdún (Francia), 1916. 

Frente occidental de la Primera Guerra Mundial.

—Tranquilo hermanito, esto está a punto de acabar —dijo el cabo Maurice para tranquilizarlo—. Nadie tiene artillería infinita —sonrió. Un hito dentro de aquel panorama.

Se alejó corriendo de su hermano, quien yacía sentado apretándose las piernas contra el pecho y la cabeza baja. Estaba acostumbrado a recorrer aquellos angostos pasillos al compás de una estruendosa lluvia metálica, había perdido toda sensibilidad alguna hacia el miedo. Las miradas se proyectaban hacia él, las podía notar incluso cuando las dejaba a su espalda.

«Temen que dé la orden. Incluso yo lo temo.» Rezaba día y noche para que no apareciera el mensajero fatal en las trincheras. Llevaban semanas confinados en aquella posición con instrucciones de defenderla costase lo que costase. «Si lo veo aparecer lo mato antes de que cante —la rabia se apoderó de él.»

Su día a día consistía en una mezcla de barro, sangre y seísmos. Muchas veces, la muerte se unía a aquel batiburrillo en forma de cráneos agujereados, sesos esparcidos por el suelo y miembros amputados que salían despedidos desde el punto de explosión. Es algo inimaginable cómo el ser humano llega a inhibirse de aquella sensación de peligro constante y comienza a aceptar como algo totalmente normal la crudeza de la guerra.

—Todo en orden por aquí, capitán.

—Bien, solo venía a cerciorarme —jadeó. Avanzar hundiendo tus botas por estrechos riachuelos embarrados era agotador—. ¿Qué tal está Damien? —pudo ver por el rabillo del ojo al susodicho con la cabeza vendada.

—Ya lo ves —el médico alzó el brazo para señalarlo—. La bala le ha dejado bien tocado. No tengo muchas esperanzas en él.

La venda presentaba un color vino rojizo, oscuro, hediondo. Alrededor de ella se arremolinaban incontables moscas que emitían un zumbido desagradable. El pobre soldado movía la cabeza de vez en cuando para tratar de alejarlas, aunque no servía de nada, estaban empecinadas en beber la sangre de sus heridas y colocar sus huevos en ellas. Aquella visión partió el gélido corazón de Maurice, conoció a aquel hombre en plena forma y nunca hubiese imaginado que lo vería tan vulnerable. Una lágrima recorrió su mejilla. «Podría ser mi hermano.»

Casi sin darse cuenta, la lluvia metálica había cesado. Ahora la precedía una lluvia acuosa más débil, muchísimo más débil. La advirtió al notar el constante repiqueteo sobre su casco, pronto asomaron dos finas cataratas cuyo nacimiento se encontraba en la visera del mismo. Volvió sobre sus pasos agachado para evitar encontronazos con los francotiradores enemigos. Aún así, oyó el disparo y su correspondiente impacto, se quedó atónito.

Maurice se movía inquieto en la mirilla, agachándose más aún y buscando desesperadamente el orificio que había dejado el proyectil. Por unos instantes creería que le habían acertado. El francotirador alemán lo vigilaba pacientemente, absorto en su tarea. Varios hilillos fríos le bajaban por las sienes y se adentraban por el cuello de su uniforme, pero aquello no lo inmutaba. La crucecita volvió a posarse sobre su cabeza apenas visible. Parpadeó y apartó la vista del visor, el dedo se alejó el gatillo y esbozó una amarga sonrisa. «No merecía morir. Nadie lo merece.» Apartó el mortífero instrumento y se frotó con fuerza la cara.

Maurice vio a una multitud agrupada cuando estuvo de vuelta, la peor pesadilla pareció confirmarse. De pie, alto y envuelto en un manto de consternación, se hallaba el mensajero. Cayó de rodillas, exhausto por los kilómetros que había recorrido hasta llegar allí, mientras sujetaba la carta con las órdenes fatales. Mientras Maurice la leía, los soldados se echaban las manos a la cabeza.

Minutos más tarde, un intervalo que se hizo agónico e interminable, todos se encontraban en sus posiciones. No se puede decir que estuviesen listos, nadie lo está para morir. La nauseabunda espera terminó cuando los silbatos inundaron el ambiente y los valientes superaron el miedo y salieron a tierra de nadie, sembrada por incontables cráteres y árboles caídos. El terreno era impracticable, se avanzaba muy despacio y a ello se le sumaba el recibimiento con armas que los enemigos les dieron, apostados en sus trincheras, a centenares de metros.

"Con qué facilidad es capaz la vida de arrebatarte lo que se proponga...", comprobó Maurice. Un peso fue aumentado gradualmente a su lado izquierdo, no se atrevía a mirar, pero sollozó para sus adentros, destrozado. Avanzaba junto con su hermano, rodeándolo por el cuello con su brazo, guiándolo por aquel campo de batalla. Cuando el peso finalmente se hizo inamovible, confirmó aquello de lo que trataba de huir. Su hermano yacía sobre el barro, inerte, con los ojos cerrados. Se arrodilló a su lado y le besó el rostro, embadurnándolo de lágrimas. Gritó al cielo con fuerza, con rabia, y se quedó tumbado al lado de su hermano, entrelazando las manos. Los hombres pasaban borrosos por ambos lados, algunos caían, otros seguían avanzando.

Un camino de tinieblasWhere stories live. Discover now