con él, rememoraría los buenos tiempos, esos primeros
días en que tomó forma la base de su amor y sellaron su
compromiso.
También se debía a sí misma volver. Se estaba quedan-
do sin tiempo y tenía viejas heridas emocionales de las que
debía ocuparse antes de morir, asuntos que había desaten-
dido al sumirse en la balsámica monotonía de la vida coti-
diana. Necesitaba encontrar paz y tranquilidad interior.
Aceptarse a sí misma. Poder desprenderse del sentimiento
de culpa. Y esas cosas sólo las podría hacer en la isla de
Bruny.
Además, debía decidir qué hacer con la carta.
El domingo por la mañana, Mary se sentó en el sofá de la
sala de estar. Media hora antes se había tomado su última
taza de té, había lavado y secado la taza y la había puesto
en el armario. Ahora se sentía entumecida, había estado
demasiado tiempo sentada, sin moverse, escuchando el re-
loj de la repisa de la chimenea, que hacía tictac en el vacío.
Lo normal habría sido que estuviera escuchando la radio,
las noticias y los programas de actualidad de la ABC, pero
esa mañana necesitaba silencio. Había demasiadas cosas
en el horizonte. Demasiadas cosas que tener en cuenta. El
aire puro de Bruny la llamaba. El olor de los árboles carga-
dos de humedad. La sal en el viento. Quería irse de donde
estaba.
Oyó que llegaba un coche y el ruido sordo de una puer-
ta al cerrarse. Jacinta, por fin.
Su nieta entró en la habitación con la frescura de la ju-
ventud, toda ojos castaños y sonrisas y extremidades lar-
gas y distendidas. A sus veinticinco años, físicamente era
igual que su madre, aunque no le habría hecho ninguna
gracia oír eso. Se inclinó para darle un abrazo, y Mary la
estrechó entre sus brazos, disfrutando la sensación de ju