maleta. Y he metido algunas cosas en la cesta para hacer un
pícnic.
—¡Una maleta! —Jacinta se rio—. Pero si sólo vamos a
pasar el día.
Salieron de Hobart y pusieron rumbo al sur en la triste luz
de la mañana. La sombra púrpura del monte Wellington se
cernía sobre ellas, con orugas de niebla aferrándose justo
por debajo de la cima. Unas nubes bajas se apoderaron de
la mañana, y daba la impresión de que el día ya era pesa-
do. Por la oscura hendidura de la zanja, los cuervos pico-
teaban zarigüeyas muertas, aplastadas en la carretera mo-
jada.
En la rotonda de Kingston, Jacinta consultó el reloj.
—¿Has mirado el horario de los ferris?
—Hay uno a las nueve y media. Podemos tomar un té
mientras esperamos.
—¿Y el desayuno? ¿Has desayunado?
—Sí, claro. Llevo en pie desde las cinco. —Había tarda-
do mucho en ducharse y prepararse.
Jacinta se lamentó:
—Ojalá yo fuera capaz de salir pitando tan temprano.
A Mary le vino a la memoria la estridente alarma y la
sensación de que le faltaba el aire que siguió.
—Lo que se dice «salir pitando» no fue —afirmó.
Jacinta sonrió.
—Yo no me he duchado. Espero no oler mal.
—Sólo a tostadas con Vegemite.
—Pues el Vegemite huele fatal.
—Hay cosas peores.
Las dos se echaron a reír.
Mary cuidaba de Jacinta cuando era pequeña mientras
Jan daba clases. Se lo pasaban bien juntas, y ella sentía una
gran satisfacción haciéndolo; después del faro, le había