Daniel Cowinski podía oír el batir de los arboles a través de los débiles cristales de la ventana, que se negaba a cederle paso al ventarrón pero crujía de dolor cada vez que éste la golpeaba con fuerza, como diciendo ¡Eh, amigo, ya no resisto, dame una manita, o huye antes de que me haga añicos! Pero al señor Cowinski no parecía importarle aquello, aunque le echaba una mirada de vez en cuando con impaciencia; Sabía que no tardaría en romperse.
Era una ventana frágil que había decidido cambiar a principios de diciembre, cuando las temperaturas altas azotaban la ciudad y los niños jugaban a la guerra de bombas de agua en las calles –inocentes y suertudos- pensaba Daniel –sin más preocupaciones que el ganar una guerra de bombas de agua, a ver quién moja más a quién-. Siempre le había fascinado aquella pureza e inocencia que solo los niños poseen, y habría dado cualquier cosa por retornar a la infancia, pero el reloj de la vida no puede pausarse, ni retrocederse, ni adelantarse, sólo detenerse en el momento final.
Fue mientras trabajaba -un miércoles de 36 grados a las tres de la tarde, con la ventana cerrada porque el sol, a esa hora del día, se implantaba justo en aquella zona- que una de las bombas fue a dar justo contra el miserable cristal, suscitándole una pequeña grieta que desde entonces, luego de haber sido engendrada, no paraba de recordarle que debía de cambiarla antes de que se avecinaran las bajas temperaturas. Daniel jamás creyó que una simple goma rellena de agua pudiera haber provocado aquella herida a su preciada ventana, estaba seguro de que le habrían puesto algo más adentro, quizá una pequeña piedra, y seguro la habría lanzado Bautista, aquel niño era lo que se solía decir "de terror", y acostumbraba realizar aquellas jugadas sucias, con su grupito de amigos y hasta con los adultos. Pero Daniel jamás cambió la ventana, eso era algo del mañana lo hago. Las bajas temperaturas llegaron y, ahora, una noche a merced de las frías manos de agosto, con vientos huracanados merodeando la ciudad y árboles que se batían en un frenético vaivén, el clima era la parca de aquel ornamento de ventilación, que quería dejarlo todo en la batalla y peleaba hacía ya más de una hora con gran resistencia. Al otro lado de las gruesas paredes de ladrillos el cielo rugía encrespado. Pronto llegaría el aguacero.
Daniel dio un respingo en su asiento al escuchar el estruendo que amenazaba con destruir el cielo, como si un gigante enfurecido intentara romper la capa de ozono. Se despojó de los lentes, de su lápiz, y se repantingó en la silla de madera con los dedos de las manos entrelazados sobre su regazo. Añoraba un corazón amigo, pero nadie más que él habitaba aquel cuarto del olvido, sólo la ventana lo protegía de las desgracias del mundo y el pasado tocaba a su puerta, pero no le cedería el paso; Al igual que su amiga artificial, Daniel, resistiría y lucharía hasta el final.
El lugar era un cuarto perfectamente cuadrado y acogedor construido en un segundo piso, algo así como una especie de ático, pero el señor Cowinski lo vio perfecto para convertirlo en su espacio personal, aunque el sitio contaba solo con un escritorio dotado de muchos cajones, una silla de madera, y una repisa en la que descansaba un paquete de cigarrillos Malboro sin abrir y un cenicero. Junto a la puerta y perfectamente acomodado en el rincón, se alzaba un delgado estante con cinco divisiones para libros, unos treinta habían allí en total, la gran mayoría de ciencia ficción y terror. Sobre el escritorio de madera barnizada habitaban: un papel a medio escribir, un lápiz, una vela encendida debido al reciente corte de luz y un vaso plástico maltratado por el tiempo con dos lapiceras dentro, una negra y una azul. Por lo demás, estaba prácticamente vació.
En realidad, hacía pocos minutos, el escritorio había estado atestado de lápices y papeles de todo tipo; revistas, folletos, apuntes, libretas, libros, manojos de papeles de impresora, etc. Pero, previniendo un futuro desastre, había guardado absoluta y perfectamente todo ordenado en los cajones antes de que la ventana diera paso a un remolino que dispararía sus preciados papeles por todo el cuarto, mezclando cosas importantes con otras no tanto. También el ordenador había sido enterrado en uno de los primeros cajones de la derecha, ya que, su batería estaba muerta. Y, para colmo, a la máquina de escribir le faltaban las letras E, A y G. Era una Royal negra que había comprado usada hacía tiempo, se la habían entregado en buen estado, de eso estaba seguro, pero ya no recordaba qué había sucedido con aquellas letras. Se conformaría con el lápiz y papel... y la vela a medio consumir.
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El cavador de tumbas
Mystery / ThrillerDaniel Kowinski es un escritor confundido, con preguntas que sólo él puede responderse. Su única compañía, una ventana peleando contra la tormenta, es quien le ayudará a encontrar respuestas.