II

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-Así que quiere trabajar de sepulturero- comentó el anciano frente al señor Daniel. Era un hombre alto y corpulento. Poseía una amplia frente arrugada y una nariz aguileña, su piel tostada hacía resaltar unos ojos turbios de un celeste opaco. Daniel pensó que se veía como una especie de hombre sabio que lo sabe todo acerca de la vida.

-Sí, quiero el empleo.- dijo con absoluta convicción al hombre que tenía enfrente, a éste se le iluminó un poco el semblante y curvó los labios en una sonrisa. Daniel pudo notar cierta perversidad en aquella sonrisa amarillenta que le causó una incomodidad terrible.

-Déjeme ver si comprendí, Sr. Daniel.- dijo con una voz ronca y seca.-Usted quiere el empleo de sepulturero sin haberse preparado antes para esto, sólo por pura diversión, porque lo quiere y se cree que puede conseguir las cosas así de fácil. ¿No es así? Y espera que yo le dé el empleo sólo porque usted lo manda... ¿no?

Daniel no supo qué contestar por unos segundos. Aquel anciano lo estaba tomando por fatuo, y eso, además de enfadarlo, lo ponía nervioso, sin saber cómo tratar con él.

-N-no, Señor Yfran. Esto no es un juego para mí. Es trabajo. Si usted me pudiese ayudar, le estaría muy agradecido.

Diego Yfran observó a Daniel con una mirada dubitativa, luego sacó una mano del bolsillo del anorak en la que sostenía una tarjeta blanca con ciertas escrituras.

-Acá lo van a preparar para ser sepulturero.- Le entregó la tarjeta.-Llame y puede empezar con el curso cuando quiera.-Daniel se negó a tomarla.

-Puedo hacerlo.- dijo nuevamente con una convicción inquebrantable.

-Un sepulturero no sólo cava tumbas, Sr. Daniel. No es ningún juego. Un enterrador es el responsable de sacar los restos de los cuerpos cuando el periodo de uso de un nicho ha caducado, incinerar cadáveres, mantener el cementerio: tareas de albañilería en las lápidas y los caminos interiores, limpieza, etc. No puedo permitirle trabajar aquí si no tiene experiencia. Le conviene tomar algún curso como... un curso técnico en tanatoestética y tanatopraxia, curso de operario de cementerio, curso de limpieza en cementerios y qué sé yo cuantas otras cosas, pero...

-Yo sé lo que debe hacer un sepulturero, señor, y le aseguro que sé desarrollar las tareas requeridas para este oficio, y si hay alguna que no, le aseguro que puedo aprenderla.

El Sr. Yfran borró la sonrisa de sus labios. Por unos instantes se mantuvo en silencio con la mirada en suelo.

-Dígame a qué vino, Daniel.-repuso finalmente.- Usted nunca ha estado en contacto con un muerto, de eso estoy seguro, y no me refiero al fallecimiento de un pariente o amigo, me refiero a tener un muerto en las manos, a tener fantasmas a su alrededor, merodeando, gritando, suplicando por auxilio. Un simple escritor como usted, que lo único que debe de hacer es estar encerrado todo el maldito día en un cuarto frente a una computadora, pensando en qué mierda inventar para ganarse la vida... usted jamás vio a la muerte de cerca, eso lo sé con sólo verlo; cuando se lleva demasiado tiempo en esto, uno puede percatarse de aquellos que han tenido un muerto frente a sus ojos. Se trauman, y el miedo los asfixia, los fantasmas los asfixian, los persiguen.

-¿Intenta asustarme?

-Claro que no.- repuso con una calma envidiable mientras clavaba sus ojos en los de Daniel. -¿Por qué pregunta?... ¿acaso lo está?

Daniel sonrió con nerviosismo y no pudo evitar girar la cabeza hacia los alrededores mientras lo hacía. Frotó su nuca mientras miraba hacia abajo, otra muestra de su nerviosismo, y pensó en que no podía permitir que aquel anciano le siguiera provocando aquellos estados de vulnerabilidad. Se sentía des armado.

-No. No estoy asustado señor Yfran, ¿por qué debería estarlo?

-No lo sé. Usted dígame, ¿por qué debería estar asustado?

En aquel momento Daniel se vio a sí mismo insertando una pala con todas sus fuerzas en la pelada del anciano, y a éste caer en una tumba vacía y oscura. Se vio a sí mismo con el rostro y las manos repletos de sangre ajena y sintió un gran alivio, pero también, y maldito sea, sintió un miedo terrible devorándolo por dentro.

-Quiero el empleo porque me han dicho que aquí hay fantasmas, porque conocer esta experiencia me ayudará a escribir cosas nuevas.

El anciano adoptó la expresión de alguien que por fin encuentra la respuesta a una pregunta que se hacía hace años.

-Bueno,- repuso finalmente luego de unos segundos eternos de silencio. -siendo ése el caso... si de verdad tiene conocimientos en esto puedo ayudarlo. Acompáñeme y voy a enseñarle el cementerio.

Daniel no podía creer lo que acababa de oír. Ya había llegado a la conclusión de que el anciano no lo quería allí, y que no tardaría en echarlo a las patadas, pero ahora, así y de la nada, le había dado el empleo. ¿Así y de la nada? No. Seguramente el motivo del señor Daniel para trabajar allí habría influido bastante. Pero... ¿por qué?

-¿Seguro que está listo para trabajar de esto?- inquirió el señor Yfran mientras caminaban entre las lápidas, y Daniel sólo pudo pensar que el hombre, otra vez, comenzaría a molestarlo, aunque quiso responder, pero no supo cómo.

¿Estaba listo para tal impacto? ¿Cómo podría hacerlo después de todo lo que pasó con?... No. No lo recordaría ya más. Tenía que estar listo. Sí, lo estaba, él estaba seguro de que así era. No podía perturbarse ya más. Tenía que lograrlo, por Dios, tenía que estar listo. Además, esto era una nueva experiencia, y le sería de gran ayuda a la hora de escribir sus historias; necesitaba un poco de inspiración. A ella le habría gustado así.

Mientas caminaban, Daniel leía rápidamente los nombres en las lápidas; Gregorio Castellano, Ismael Federico sosa, Mercedes Natalia Giménez, Alma Sofía Damm. Mujeres, hombres, niños, adolescentes, ancianos, todos bajo tierra. Darío Rubén Bustamante, ¿lo conocía? El nombre le sonaba familiar. Elsa Campos, Ciro Grzelak, Mariel Elena Gutiérrez, Federico Idalgo, Leonel Orosco...

-¿Y, Daniel, lo está?- repuso el anciano. Daniel se detuvo en seco con la mirada en el suelo. El señor Yfran, que caminaba unos pasos delante de él, también se detuvo, a observarlo, y al ver la expresión dubitativa en su rostro, al no oír un terrible sí surgir de los labios de Daniel y al confirmar sus sospechas, no pudo ocultar la gran sonrisa diabólica y satisfactoria que le nacía en el rostro. –Daniel, usted está asustado.- El escritor alzó la vista, miró al anciano con los ojos bien abiertos en una cara de espanto absoluto, lo que hizo sonreír aún más al señor Yfran, y volvió a bajarla, a posarla sobre la placa dorada que rezaba: Antonio Ismael Yfran 1998-2016.

El cavador de tumbasWhere stories live. Discover now