Capítulo II

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II

 

            Es un sofoco insoportable. Necesito matar. Mi cabeza da demasiadas vueltas y ya llevo mucho tiempo caminando la habitación sin poder sentir sueño. No sé de dónde vienen mis delirios ni por qué siento esa necesidad tan grande matar. He salido del cuarto, es necesario encontrar a cualquier persona. No me importan los perfiles psicológicos a los que me han sometido las autoridades, ni la creencia que de que tengo cierto tipo de “victima” para mis desmanes. Es que me encanta la carne, me encanta desgarrarla, cortarla, cercenarla, escuchar los gritos de a quien le hago todas esas deliciosas cosas. He llegado al Bar y me dispongo a tomarme una cerveza. Se me acerca el mismo camarero de siempre, quien con su mirada estúpida me ofrece la cerveza que le he pedido; una Corona bien helada. Me calma el sofoco, pero no las ganas. He comenzado a ver a las personas que han llegado, fijándome en cada una de ellas, viendo en sus movimientos torpes y sus risas idiotas las delicadas líneas de sus labios, el contorno de sus muslos, la arqueada de sus espaldas, sus manos, sus torsos, todo aquello que  me dará el placer que necesito más tarde. No me decido por ninguna por el momento, pero sé que llegará.

             El Bar, es un antro típico de la Ciudad, donde confluyen mucha gente de oficina, los obreros de la construcción y unos que otros vagos que viven de sus pensiones o que huyen de sus insatisfechas e insípidas vidas de familia y de estar amarrados siempre a la misma persona. El ambiente es impersonal; solo un conjunto de sillas y mesas, sin ningún tipo de arte en las paredes más que un juego de tiro al blanco y una pequeña rockola al fondo. La barra es lo único que representa algún valor en el Bar; victoriana, amplia y con pintura añeja que representa los años que lleva en ese lugar. El dueño es un tal Joe Blaine, un despótico aprovechador de masas de almas corruptas y propensas a las drogas y al alcohol que se había forjado su reputación a punta de cañón y amenazas. Joe Blaine era un irlandés, de cara redonda y cejas pobladas, su contextura era un poco regordeta y sus manos eran pequeñas como de mujer. Su mirada penetraba y tenía ese brillo opaco de la maldad, sus labios eran delgados y no contrastaba con su cara redonda, por lo que su sonrisa muchas veces parecía la sonrisa de la ironía y la violencia. Comenzó con pequeñas ventas de drogas en la Ciudad y su pequeño imperio fue creciendo al punto que desolaba los barrios residenciales de familias comunes infectándolas con las drogas. Muchas madres de familia y desempleadas habían caído en sus manos y sin ningún acopio de consciencia en su ser les surtía las drogas en calidad de préstamo. Todas, casi todas vendían sus almas a Joe Blaine y éste aprovechaba las deudas para prostituirlas. En su niñez siempre había tenido el sueño de montar junto con su padre un Bar, y no era precisamente por ser su sueño, sino que su padre Curtis Blaine, se lo había inculcado. El reflejo de lo que era el Bar, estaba a años luz del verdadero sueño de Curtis Blaine, ya que en su vida, lo que planeaba para su Bar era el ser un lugar acogedor y familiar, donde se brindara comida y cerveza y un trato cordial. El sueño distorsionado de Joe sólo era una versión más oscura; la de un antro donde llevar sus negocios y que la gente consuma y beba hasta más no poder.

 En una esquina del Bar había un hombre de tez blanca y ojos cafés, tenía cabellos negros y un poco largos, estaba desaliñado con su barba poblada por los días, como si llevara muchas horas trabajando y estaba sentado al fin para disfrutar el final de su jornada. Miraba con total detenimiento a cada uno de los presentes del Bar, se quedaba absorto cuando veía algo que le gustaba sea en un hombre o en una mujer y nadie se fijaba en él. Permanecía en el anonimato que le brindaba el Bar y tenía la sutileza de quien bebe una simple cerveza Corona bien fría.

 Llegó el momento del éxtasis. He escogido a la victima. No es preciosa, pero si encantadora, su risa chillona me hizo helar la sangre; esa risa que sería capaz de volverse un grito desgarrador cuando la tenga en mis dominios y la haga sufrir como nunca. He pedido otra cerveza Corona al camarero de mirada estúpida. No sé por qué Joe Blaine contrata personas así. Seguro es un familiar idiota del que no se puede zafar y necesita que lo cuiden con un trabajo. Nada de eso me importa, no sé porque a veces divago y me alejo del objetivo que tengo al frente. Me encanta, me gusta, ya siento el cosquilleo en mis manos y espero que al terminar esta cerveza aquella mujer se levante y se vaya para su casa. Es tarde, casi esta por amanecer, y es la hora en la que más me gusta matar.

 Katherine Isidora era una mujer de la vida fácil. Todos los días siempre que tenía con que “pegarse” unos tragos iba al Bar de Joe Blaine. No era una mujer preciosa, pero si era encantadora. Aunque a su corta edad gozaba de más clientes que cualquier veterana del recinto, su verdadero talento estaba lejos de lo que en verdad hacia. El canto nunca le dio alas y nunca le abrió las puertas del éxito. Abrir sus piernas era su deseo insaciable desde la primera vez que lo hizo. Su sueño se perdió entre las miles de penetradas que se daba todos los días por unos cuantos dólares. Le encantaba el orgasmo, y se vanagloriaba que era la única mujer que los podía sentir en cada relación que consumaba sin importar si era un Don Juan el que tenía encima o si era un viejo fofo, horripilante, de aliento fétido y sin dientes.

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⏰ Última actualización: Aug 20, 2014 ⏰

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