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Nicole es el tipo de adolescente que aprovecha el permiso de salir para visitar otros lugares; prefiere jeans y crop tops —con sudaderas oscuras más grandes que ella— en vez de vestidos para salir con amigos; y de las que gusta de recibir visitas inesperadas. Tal carácter combina perfectamente con su estilo: rubia, de cabello platinado hasta la altura de las orejas y el resto su color natural, castaño cenizo, y su piel blanca como la leche, con sus labios y mejillas rosadas.

Sin embargo, a parte de su rebeldía, era una de las pocas adolescentes que trabajaba duro para lograr sus sueños; veía clases online de diseño y retoque fotográfico y luego salía a atender pedidos al negocio de su padre.

Trabajó tanto en las vacaciones de diciembre que al fin, a parte de hartarse de chucherías, pudo comprarse aquella prenda que vio en un centro comercial meses atrás y que tanto anhelaba poder lucir. Un collar de oro de cadena delgada y un pequeño dije colgando de él; la forma de la mitad iluminada del perfil de una luna, con una nariz empinada y una sonrisa, encerrada en un círculo también dorado. Desde el momento en que se encontró con esta joya en una vidriera, perdió el rastro de su prima —a quien acompañaba—, por embelesarse durante casi un minuto frente a ella. Y ahora la tenía en su posesión. Estrenándose en la noche de víspera de navidad. Los destellos coloridos de luces navideñas que emanaban de las casas vecinas, se reflejaban intermitentes en cada arista del collar.

«Regalo de mi para mí», se decía sonriente mientras contemplaba en el suelo el baile de colores que su «luna» reflejaba. Hacía algunos años que no recibía regalo de Navidad porque —como decía su familia—; «ya no era una niña pequeña». Tradiciones tontas, al fin. ¡No es como que al crecer nos dejen de gustar los regalos! Pero ahora no importaba, su primer regalo navideño en mucho tiempo se lo había trabajado ella.

«12:15 am», rezaba su reloj de muñeca. Se le había pasado la hora bebiendo con sus amigos y su teléfono ya se había descargado. Si tenía llamadas perdidas no podría saberlo.

Al fin se detuvo frente a la casa de su tía. Era inusual que el porche estuviera en completa lobreguez. A pesar de que se encontraba adornado como el resto de las casas, tenía las lucecitas apagadas. ¡¿Apagadas en la noche del 24?! La entrada misma parecía un agujero negro capaz de tragarse cualquier cuerpo luminoso que intentase explorar en él. Una fosa en comparación al resto de la viva y alegre calle de la urbanización. Se adentró entonces en ella, temerosa. Ya de por sí le tiritaban los dientes del frío.

En una mano cargaba el Iphone, y con la que sostenía un vaso de ron con Coca-Cola tocó el timbre usando sus nudillos. Al instante, se materializó una luz del interior. Reconoció que provenía de la lámpara de la cocina. Le encandiló la vista por un momento mientras recorría por sus enrojecidas mejillas a su paso.

—No llegaste para cenar —sonaba la voz severa de Michelle, su prima, quien se dispuso bloqueando la entrada mientras le dedicaba la sutil mirada decepcionada de siempre.
Era castaña, de cabello ondulado largo, de baja estatura, usaba lentes de pasta fucsia con poco aumento y amaba los libros de lomo grueso con títulos de misterio. Siempre fue como su hermana mayor; a veces se comportaba como una madre y otras como una mejor amiga, manteniendo en todo instante aquel sentido de protección hacia la «pequeña» y rebelde rubia, quien ya se había alargado con los años superando su estatura. Las hormonas y sus cosas, ¿no?

—No te preocupes por eso —Respondió Nicole chasqueando la lengua, como restándole importancia. Luego apartó a su prima con un ligero hombrazo, apresurada a entrar en la cálida estancia. El estómago ya le gruñía y sentía las manos heladas— Lo siento, muero de frío —se excusó mientras se dirigía hacia la alacena con intención de buscar algo de comer.

Mi Regalo de NavidadDonde viven las historias. Descúbrelo ahora