Eras las cinco de la mañana cuando el sol comenzó a salir implacable desde el este. Los estridentes cantos de los gallos retumbaban por todo el lugar. Cuando Pedro se despertó los demás ya se habían levantado. Sobresaltado, se levantó lo más rápido que pudo y en unos instantes ya estuvo preparado y saliendo junto al resto. Aunque todavía no había amanecido del todo, el calor ya comenzaba a sentirse. Las gotas de salado sudor se deslizaban por su rostro mientras tomaba la tasa de té extremadamente caliente que habían servido como desayuno junto a tres piezas de pan de tamaño considerable. El silencio entre los trabajadores se mantenía. Realmente, más que trabajadores de una plantación, parecían presos condenados a muerte.
El trabajo aquel día fue arduo, las gruesas cañas de azúcar de más de dos metros de altura eran condenadamente duras de cortar y pesadas de cargar. Las enormes ampollas en las manos de Pedro reventaban bañando su piel con un líquido amarillento. El dolor era intenso, pero no debía detenerse, todo aquel que se detuviera, aunque solo sea por unos segundos era inmediatamente víctima de los agravios por parte del Señor Ortega. Todos le tenían un gran respeto. Nada sucedía en aquellos campos sin que él lo supiera. Pedro pensó que si alguien sabía la verdad sobre lo que le pasó a su hermano sería el.
Cuando llegó el momento del descanso, los peones se sentaron en el suelo bajo las sombras de unos grandes árboles. Pedro buscó incansable con la mirada hasta que vio entre las decenas de hombres a aquel joven que dormía en la cama contigua. Se acercó y se sentó junto a él.
–Hola. Soy Pedro Suarez. ¿Cómo te llamas? –Preguntó, obteniendo como respuesta una mirada de desprecio y luego el silencio.
–Lamento haberte despertado anoche. Creo que vi algo rondando las barracas. Quizá era solo un caballo o algún animal que anduviera suelto. Siento haber interrumpido tu descanso por esa idiotez. –Prosiguió a pesar del silencio del joven, quien hizo una mueca de fastidio. –Escucha, lamento esto. Solo quiero saber que le paso a mi hermano. Vino aquí el año pasado y no volvimos a saber nada de él. Iré con mis asuntos a otra parte. –Dijo disculpándose y se dispuso a marcharse. Cuando estuvo a punto de levantarse el joven le responde.
–No durarás mucho tiempo si continúas haciendo preguntas. Te doy un concejo márchate. Olvídate de tu hermano o tú lo seguirás.
–¿A qué te refieres?
– Mira, llevo cinco años trabajando aquí. He visto muchas cosas y sé que andar hablando de más es peligroso.
–No voy a olvidarme de mi hermano. Quiero saber que le ocurrió. No me iré hasta que lo averigüe.
–En ese caso, solo mantén tu boca cerrada y bajo ningún termino hagas enojar al señor Ortega y mucho menos al señor Urquiza. Los que lo hacen enojar no vuelven a ser vistos.
–Baja la voz Mario. –Lo interrumpe otro joven, trigueño sentado a unos metros. –Que no los oigan hablar de las desapariciones aquí.
–¿Tu sabes algo? –Pregunta Pedro al muchacho que se acerca a ellos.
–No sé más que el resto. Suceden en las épocas de cosecha. Normalmente desaparece uno o dos peones por mes de trabajo. Siempre pasa lo mismo. El señor Ortega designa a alguien para un trabajo nocturno. Esa noche lo pasa a buscar por las barracas y al otro día ya nadie lo vuelve a ver. –Comentó el muchacho en voz baja, casi como un susurro intentando no ser oído por nadie.
–¿Quieres decir que el señor Ortega es quien los hace desaparecer?
–Si alguien sabe que fue de los pobres infelices es él. Al otro día llegan noticias de que el peón cayó dentro de la caldera o dentro del trapiche como si todos fueran tan imbéciles de tener el mismo accidente cada vez. Pero no hay cuerpos, no hay sangre, no hay nada. Es como si dejaran de existir.
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El familiar: EL Demonio de los Cañaverales
HorrorEn el Ingenio Azucarero de la provincia de Tucumán, Pedro Suarez se presenta para trabajar como peón en la cosecha, pero su objetivo es otro. Intenta averiguar que sucedió con su hermano desaparecido un año antes en ese mismo lugar. Pronto se dará c...