Era Nochebuena, iba a ver a mi familia, cenar con mis seres queridos y podría caminar entre las montañas de nieve que caían cada año en estas fechas. Mientras nos acercábamos a la Plaza Mayor de la ciudad para tomar un chocolate caliente como era tradición desde que tenía uso de razón, un ligero olor a leña, incienso, naranja y canela proveniente del mercado navideño allí instalado empezó a envolver el ambiente.
Y lo mejor y más importante, iba a ver de nuevo a mi amigo, el ciervo de la nariz roja. En la plaza, yo me sentaba en el mismo sitio de todos los años, cerraba los ojos y ahí aparecía él. Me frotaba la cabeza con su cuello, yo alzaba la mano acariciándole su cálido pelaje y nos poníamos a jugar con bolas de nieve. Yo las hacía, claro, y él intentaba golpearlas con su nariz luminosa antes de que cayesen al suelo o esquivarlas para que no le diesen en el lomo.
Así nos pasábamos un rato, hasta que mis padres me llamaban porque nos íbamos a cenar ya. Siempre nos despedíamos con un abrazo, yo le apretaba fuerte haciéndole saber que le esperaba el año que viene. Él era el último en despegarse. Con una sonrisa dibujada en el rostro, le decía adiós con la mano y corría esquivando montoncitos de nieve hacia mi familia.
Mi mejor amigo.
Estábamos llegando a la plaza, ya podía sentirlo cerca otra vez. Dentro, el olor a especias y madera del mercadillo me recordaba aún más a mi amigo. "Hay mucha gente. No te pierdas y estate atento por si te perdemos de vista.", me ordenaron mis padres. Obediente como siempre, cogí un montón de nieve y empecé a apretarlo con el corazón acelerado. Corrí hacía el sitio de siempre -nuestro sitio-, me senté y cerré los ojos.
Otra vez, el sonido de las pezuñas cerca y la caricia peluda me hicieron sonreír. Otra vez a jugar. Tirando bolas de nieve, mi amigo saltaba y saltaba, hasta que yo me cansé y tuve que sentarme un rato. Que feliz era aquí. Comprensivo, se acercó donde mí y se recostó cerca, con la nariz parpadeando. Juraría que me sonreía.
"¿¡Se puede saber que te hemos dicho!? ¿Donde estabas?", mi madre, contrariada, se me acercaba con un gesto de enfado que hacía tiempo que no veía. Mi padre, por su parte, aguantaba su enfado en silencio unos pasos más atrás.
"Si solo estaba jugando con mi amigo el ciervo, como siempre...", intenté explicar.
"¿De que ciervo estas hablando, hijo? Llevamos media hora buscándote ." Mis padres cruzaron una mirada de descontento y mi madre se alejó de allí, de nuevo hacia la multitud que se agolpaba en torno a los puestos de la plaza.
"Pero si está ahí, ¿no lo veis?", repliqué. Mi padre, muy serio, me agarró del brazo y me insistió en que me callara. Sentí como se me rompía el corazón mientras él me alejaba de allí arrastrándome de la manga del abrigo.
Eché la vista atrás, para obtener una última mirada de mi amigo.
El ciervo no me miraba, tenía la cabeza gacha y sus ojos estaban fijos en el suelo. Su nariz parpadeó varias veces hasta que finalmente quedó en un tenue brillo. Lentamente, se levantó y dio media vuelta, alejándose despacio en dirección contraria.
Subí la mirada hasta mis padres de nuevo, implorando una oportunidad para dejarme abrazar a mi compañero, que se iba. Las manos no se aflojaban de mi abrigo y noté como mi vista se empañaba de repente. Parpadeé para aclararla, notando como lágrimas se derraban por mis cachetes hasta la bufanda. Me apresuré a enjuagármelas. Giré la cabeza de nuevo, solo necesitaba una última mirada de mi amigo antes de irme. Pero se había ido ya. Se me había ido. Su pelo, su mirada, su alegría y la luz de su nariz.
Esa noche fue horrible, pero el dolor que sentí el año siguiente al sentarme en el mismo lugar de la plaza con mi bola de nieve lista y los ojos cerrados fue peor. Un minuto, dos, tres... y la bola de nieve se me deshacía en las manos si tener un amigo al que poder lanzársela. Por más que apreté los ojos e hice bolas de nieve, él no apareció. Ni ese año, ni el siguiente. Ni el siguiente. Nunca más. He acudido todos los años desde entonces el mismo día, al mismo lugar, sin faltar una sola vez a nuestra cita, pero él, simplemente, ya no quiere jugar conmigo.
A día de hoy, aún sigo acudiendo con mi hijo a aquella plaza donde yo jugué con él, esperando a que alguna vez me diga que está jugando con un ciervo y que sí, papá, le brilla la nariz.