VIII: El hombre despierto

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Daban las dos en el reloj de la catedral cuando Jean Valjean despertó.
Lo que lo despertó fue el lecho demasiado blando. Iban a cumplirse veinte años que no
se acostaba en una cama, y aunque no se hubiese desnudado, la sensación era demasiado
nueva para no turbar su sueño.
Había dormido más de cuatro horas. No acostumbraba dedicar más tiempo al reposo.
Abrió los ojos y miró un momento en la oscuridad en derredor suyo; después los cerró
para dormir otra vez.
Pero cuando han agitado el ánimo durante el día muchas sensaciones diversas; cuando
se ha pensado a la vez en muchas cosas, el hombre duerme, pero no vuelve a dormir una
vez que ha despertado. Jean Valjean no pudo dormir más, y se puso a meditar.
Se encontraba en uno de esos momentos en que todas las ideas que tiene el espíritu se
mueven y agitan sin fijarse. Tenía una especie de vaivén oscuro en el cerebro.
Muchas ideas lo acosaban pero entre ellas había una que se presentaba más
continuamente a su espíritu, y que expulsaba a las demás; había reparado en los seis
cubiertos de plata y el cucharón que la señora Magloire pusiera en la mesa.
Estos seis cubiertos de plata lo obsesionaban. Y estaban allí, a algunos pasos. Y eran
macizos. Y de plata antigua. Con el cucharón, valdrían lo menos doscientos francos.
Doble de lo que había ganado en diecinueve años.
Su mente osciló por espacio de una hora en fluctuaciones en que se desarrollaba cierta
lucha. Dieron las tres. Abrió los ojos, se incorporó bruscamente en la cama. Permaneció
algún tiempo pensativo. De repente se levantó, se quitó los zapatos que colocó
suavemente en la estera cerca de la cama; volvió a su primera postura de siniestra
meditación, y quedó inmóvil, y hubiera permanecido en ella hasta que viniera el día, si el
reloj no hubiese dado una campanada; tal vez esta campanada le gritó ¡Vamos!
Se puso de pie, dudó aún un momento y escuchó: todo estaba en silencio en la casa;
entonces examinó la ventana; miró hacia el jardín, con esa mirada atenta que estudia más
que mira. Estaba cercado por una pared blanca bastante baja y fácil de escalar.
Después, con el ademán de un hombre resuelto, se dirigió a la cama, cogió su morral, lo
abrió, lo registró, sacó un objeto de hierro que puso sobre la cama, se metió los zapatos
en los bolsillos, cerró el saco y se lo echó a la espalda, se puso la gorra bajando la visera
sobre los ojos, buscó a tientas su palo, y fue a colocarlo en el ángulo de la ventana;
después volvió a la cama y cogió resueltamente el objeto que había dejado allí. Parecía
una barra de hierro corta, aguzada como un chuzo: era una lámpara de minero. A veces se
empleaba a presidiarios en faenas mineras cerca de Tolón y no es, por tanto, de extrañar
que Valjean tuviera en su poder dicho implemento. Con ella en la mano, y conteniendo la
respiración, se dirigió al cuarto contiguo. Encontró la puerta entornada. El obispo no la
había cerrado.
Jean Valjean escuchó un momento. No se oía ruido alguno.
Empujó la puerta; un gozne mal aceitado produjo en la oscuridad un ruido ronco y
prolongado.
Jean Valjean tembló. El ruido sonó en sus oídos como un eco formidable, y vibrante,
como la trompeta del juicio final.
Se detuvo temblando azorado. Oyó latir las arterias en sus sienes como dos martillos de
fragua, y le pareció que el aliento salía de su pecho con el ruido con que sale el viento de
una caverna. Creía imposible que el grito de aquel gozne no hubiese estremecido toda la
casa como la sacudida de un terremoto. El viejo se levantaría, las dos mujeres gritarían, recibirían auxilio, y antes de un cuarto de hora el pueblo estaría en movimiento, y la
gendarmería en pie. Por un momento se creyó perdido.
Permaneció inmóvil, sin atreverse a hacer ningún movimiento. Pasaron algunos
minutos. La puerta se había abierto completamente. Se atrevió a entrar en el cuarto; el
ruido del gozne mohoso no había despertado a nadie.
Había pasado el primer peligro; pero Jean Valjean estaba sobrecogido y confuso. Mas
no retrocedió. Ni aun en el momento en que se creyó perdido retrocedió. Sólo pensó en
acabar cuanto antes.
En el dormitorio reinaba una calma perfecta. Oía en el fondo de la habitación la
respiración igual y tranquila del obispo dormido.
De repente se detuvo. Estaba cerca de la cama; había llegado antes de lo que creía.
El obispo dormía tranquilamente. Su fisonomía estaba iluminada por una vaga
expresión de satisfacción, de esperanza, de beatitud. Esta expresión era más que una
sonrisa; era casi un resplandor.
Jean Valjean estaba en la sombra con su barra de hierro en la mano, inmóvil, turbado
ante aquel anciano resplandeciente. Nunca había visto una cosa semejante. Aquella
confianza lo asustaba. El mundo moral no puede presentar espectáculo más grande: una
conciencia turbada a inquieta, próxima a cometer una mala acción, contemplando el
sueño de un justo.
Nadie hubiera podido decir lo que pasaba en aquel momento por el criminal; ni aun él
mismo lo sabía. Para tratar de expresarlo es preciso combinar mentalmente lo más
violento con lo más suave. En su fisonomía no se podía distinguir nada con certidumbre;
parecía expresar un asombro esquivo. Contemplaba aquel cuadro; pero, ¿qué pensaba?
Imposible adivinarlo. Era evidente que estaba conmovido y desconcertado. Pero, ¿de qué
naturaleza era esta emoción?
No podía apartar su vista del anciano; y lo único que dejaba traslucir claramente su
fisonomía era una extraña indecisión. Parecía dudar entre dos abismos: el de la perdición
o el de la salvación; entre herir aquella cabeza o besar aquella mano.
Al cabo de algunos instantes levantó el brazo izquierdo hasta la frente, y se quitó la
gorra; después dejó caer el brazo con lentitud y volvió a su meditación con la gorra en la
mano izquierda, la barra en la derecha y los cabellos erizados sobre su tenebrosa frente.
El obispo seguía durmiendo tranquilamente bajo aquella mirada aterradora.
El reflejo de la luna hacía visible confusamente encima de la chimenea el crucifijo, que
parecía abrir sus brazos a ambos, bendiciendo al uno, perdonando al otro.
De repente Jean Valjean se puso la gorra, pasó rápidamente a lo largo de la cama sin
mirar al obispo, se dirigió al armario que estaba a la cabecera; alzó la barra de hierro
como para forzar la cerradura; pero estaba puesta la llave; la abrió y lo primero que
encontró fue el cestito con la platería; lo cogió, atravesó la estancia a largos pasos, sin
precaución alguna y sin cuidarse ya del ruido; entró en el oratorio, cogió su palo, abrió la
ventana, la saltó, guardó los cubiertos en su morral, tiró el canastillo, atravesó el jardín, saltó la tapia como un tigre y desapareció.

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