IV: Jean Valjean

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Jean Valjean pertenecía a una humilde familia de Brie. No había aprendido a leer en su
infancia; y cuando fue hombre, tomó el oficio de su padre, podador en Faverolles. Su
padre se llamaba igualmente Jean Valjean o Vlajean, una contracción probablemente de
"voilà Jean": ahí está Jean.
Su carácter era pensativo, aunque no triste, propio de las almas afectuosas. Perdió de
muy corta edad a su padre y a su madre. Se encontró sin más familia que una hermana
mayor que él, viuda y con siete hijos. El marido murió cuando el mayor de los siete hijos
tenía ocho años y el menor uno. Jean Valjean acababa de cumplir veinticinco. Reemplazó
al padre, y mantuvo a su hermana y los niños. Lo hizo sencillamente, como un deber, y
aun con cierta rudeza.
Su juventud se desperdiciaba, pues, en un trabajo duro y mal pagado. Nunca se le
conoció novia; no había tenido tiempo para enamorarse.
Por la noche volvía cansado a la casa y comía su sopa sin decir una palabra. Mientras
comía, su hermana a menudo le sacaba de su plato lo mejor de la comida, el pedazo de
carne, la lonja de tocino, el cogollo de la col, para dárselo a alguno de sus hijos. El, sin
dejar de comer, inclinado sobre la mesa, con la cabeza casi metida en la sopa, con sus
largos cabellos esparcidos alrededor del plato, parecía que nada observaba; y la dejaba
hacer.
Aquella familia era un triste grupo que la miseria fue oprimiendo poco a poco. Llegó un
invierno muy crudo; Jean no tuvo trabajo. La familia careció de pan. ¡Ni un bocado de
pan y siete niños!
Un domingo por la noche Maubert Isabeau, panadero de la plaza de la Iglesia, se
disponía a acostarse cuando oyó un golpe violento en la puerta y en la vidriera de su
tienda. Acudió, y llegó a tiempo de ver pasar un brazo a través del agujero hecho en vidriera por un puñetazo. El brazo cogió un pan y se retiró. Isabeau salió apre-
suradamente; el ladrón huyó a todo correr pero Isabeau corrió también y lo detuvo. El
ladrón había tirado el pan, pero tenía aún el brazo ensangrentado. Era Jean Valjean.
Esto ocurrió en 1795. Jean Valjean fue acusado ante los tribunales de aquel tiempo
como autor de un robo con fractura, de noche, y en casa habitada. Tenía en su casa un
fusil y era un eximio tirador y aficionado a la caza furtiva, y esto lo perjudicó.
Fue declarado culpable. Las palabras del código eran terminantes. Hay en nuestra
civilización momentos terribles, y son precisamente aquellos en que la ley penal
pronuncia una condena. ¡Instante fúnebre aquel en que la sociedad se aleja y consuma el
irreparable abandono de un ser pensante! Jean Valjean fue condenado a cinco años de
presidio.
Un antiguo carcelero de la prisión recuerda aún perfectamente a este desgraciado, cuya
cadena se remachó en la extremidad del patio. Estaba sentado en el suelo como todos los
demás. Parecía que no comprendía nada de su posición sino que era horrible. Pero es
probable que descubriese, a través de las vagas ideas de un hombre completamente
ignorante, que había en su pena algo excesivo. Mientras que a grandes martillazos rema-
chaban detrás de él la bala de su cadena, lloraba; las lágrimas lo ahogaban, le impedían
hablar, y solamente de rato en rato exclamaba: "Yo era podador en Faverolles". Después
sollozando y alzando su mano derecha, y bajándola gradualmente siete veces, como si
tocase sucesivamente siete cabezas a desigual altura, quería indicar que lo que había
hecho fue para alimentar a siete criaturas.
Por fin partió para Tolón, donde llegó después de un viaje de veintisiete días, en una
carreta y con la cadena al cuello. En Tolón fue vestido con la chaqueta roja; y entonces se
borró todo lo que había sido en su vida, hasta su nombre, porque desde entonces ya no
fue Jean Valjean, sino el número 24.601. ¿Qué fue de su hermana? ¿Qué fue de los siete
niños? Pero, ¿a quién le importa?
La historia es siempre la misma. Esos pobres seres, esas criaturas de Dios, sin apoyo
alguno, sin guía, sin asilo, quedaron a merced de la casualidad. ¿Qué más se ha de saber?
Se fueron cada uno por su lado, y se sumergieron poco a poco en esa fría bruma en que se
sepultan los destinos solitarios. Apenas, durante todo el tiempo que pasó en Tolón, oyó
hablar una sola vez de su hermana. Al fin del cuarto año de prisión, recibió noticias por
no sé qué conducto. Alguien que los había conocido en su pueblo había visto a su
hermana: estaba en París. Vivía en un miserable callejón, cerca de San Sulpicio, y tenía
consigo sólo al menor de los niños. Esto fue lo que le dijeron a Jean Valjean. Nada supo
después.
A fines de ese mismo cuarto año, le llegó su turno para la evasión. Sus camaradas lo
ayudaron como suele hacerse en aquella triste mansión, y se evadió. Anduvo errante dos
días en libertad por el campo, si es ser libre estar perseguido, volver la cabeza a cada
instante y al menor ruido, tener miedo de todo, del sendero, de los árboles, del sueño. En
la noche del segundo día fue apresado. No había comido ni dormido hacía treinta seis
horas. El tribunal lo condenó por este delito a un recargo de tres años. Al sexto año le
tocó también el turno para la evasión; por la noche la ronda le encontró oculto bajo la
quilla de un buque en construcción; hizo resistencia a los guardias que lo cogieron:
evasión y rebelión. Este hecho, previsto por el código especial, fue castigado con un
recargo de cinco años, dos de ellos de doble cadena. Al décimo le llegó otra vez su turno,
y lo aprovechó; pero no salió mejor librado. Tres años más por esta nueva tentativa. En fin, el año decimotercero, intentó de nuevo su evasión, y fue cogido a las cuatro horas.
Tres años más por estas cuatro horas: total diecinueve años. En octubre de 1815 salió en
libertad: había entrado al presidio en 1796 por haber roto un vidrio y haber tomado un
pan.
Jean Valjean entró al presidio sollozando y tembloroso; salió impasible. Entró
desesperado; salió taciturno.
¿Qué había pasado en su alma?

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