Quinto Cumpleaños.

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–¿Dónde vamos, mamá?

–A un sitio muy especial, donde vas a poder jugar con otros niños y hacer nuevos amiguitos.

–¿Y vas a venir a por mí luego?

–Claro, mi amor, yo voy a volver a por ti.

Poco a poco empezó a entrar por la puerta de la verja exterior. Se giró, pero su madre ya había cerrado la puerta, habiéndose quedado ella fuera. La miró con curiosidad, inclinando su pequeña cabecita a un lado de manera que algunos rizos oscuros le taparon los ojos. Cuando se los apartó, ella ya se había ido.

Se acercó a la puerta de lo que parecía una especie de hospital. Había una señorita con una sonrisa demasiado amplia en la cara esperando a que entrase para cerrar la puerta de nuevo.

–Hola, cielo. Yo soy Laura. ¿Cómo te llamas?

–Yo soy Guille–susurró él con timidez. Su mamá le había enseñado a ser educado, pero esa señorita le daba miedo.

–Muy bien, Guille. ¿Qué te parece si nos vamos a dar una vuelta por el hospicio para que puedas ver a los otros niños?

Guille se limitó a encogerse de hombros. Con los adultos siempre es igual, hacen lo que ellos quieren, así que ¿para qué hacer el esfuerzo?

–¡Guillermo! ¡Como no bajes ahora mismo a limpiar esto te juro que esta vez sí que te pongo de patitas en la calle!

Guille resopló y puso los ojos en blanco. Llevaban con la misma cantinela diez años. Laura era una pesada, pero Mercedes era mil veces peor. Le odiaba. Le odiaba con todo su corazón reseco y ennegrecido desde el primer momento en que le vio, aquel primer día, cuando Laura le hizo entrar a un despacho. Lo último que quedaba por ver de aquel enorme lugar. Si no fuese por el dinero que su padrastro donaba a aquel lugar, no le habría dejado ni quedarse a dormir la primera noche.

Aquel primer día había recorrido cada rincón del hospicio con la curiosidad de la más tierna infancia. Con cinco años el mundo tenía una perspectiva completamente opuesta a la que tenía ahora, con dieciséis recién cumplidos.

Mientras bajaba las escaleras para atender a Mercedes, Guille iba recordando todas las tardes de aquel primer año. Cuando terminaba de comer se escapaba de Laura y corría hacia la puerta por la que debería entrar su madre para recogerle. Cuando preguntaba a las demás cuidadoras, ellas le decían que un día cercano volvería. Los niños mayores, en cambio, decían que ya no iba a volver, que le había dejado allí tirado y se había ido para siempre. Pero lo que más nítidamente recordaba eran las noches. Noches enteras sin poder dormir porque estaba llorando, y no podía llorar delante de los otros niños porque los hombres no lloran y se meterían con él.

Poco a poco, con el paso de los años y la progresiva pérdida de la inocencia, Guille dejó de ir a la puerta a esperar que su madre regresara. Hizo más amigos entre los niños del hospicio y pronto se convirtió en amo y señor del patio de juegos. A la tierna edad de diez añitos se los había ganado a todos excepto a Mercedes. Todos los otros niños querían que jugara con ellos porque era el más rápido, el más astuto o el más habilidoso. Las niñas y las cuidadoras le encontraban adorable, con sus cortos rizos negros, sus ojos de un curioso y extrañamente brillante azul oscuro y esos hoyuelos que siempre que sonreía, por más leve que fuera la sonrisa, aparecían en medio de sus mejillas.

Mercedes quería lo mismo de siempre, que limpiara lo que otros niños habían ensuciado con sus trastadas. Las primeras veces él había pataleado y protestado, pero viendo las consecuencias que eso acarreaba dejó de hacerlo. La regla de Mercedes no era algo que tomarse a broma. Menos cuando era ella quien la blandía. Guille se quedó solo para limpiar toda la harina de la entrada, Mercedes desapareció por la puerta de su despacho. Menos mal que los chavalillos habían sido un poco consecuentes y sólo habían llenado de harina el suelo. Guille tardó mucho menos de lo normal en barrer y fregar todo el suelo. Apartándose los rizos que pronto tenía que cortar de la frente se encaminó a la cueva de la osa, también conocida como el despacho de Mercedes. Llamó a la puerta un par de veces, pero ella pareció no escucharlo. Se escuchaban voces discutir acaloradamente dentro. El chico pegó la oreja a la puerta para poder escuchar más claramente.

Quinto cumpleaños.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora