III

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Uno de los chicos se acercó a mí con una queja. Aunque noté claramente el tachón decidí aceptarla. Tenía seis meses de contrato, los seis meses que faltaban del ciclo escolar, y quería marcharme con una buena recomendación.

El homofóbico de mierda tenía que estar por ahí, ocultándose detrás de bromas tontas y gestos obscenos. O disfrutando del silencio del anonimato, atado a una rebeldía que poco a poco iría perdiendo fuerza y lo dejaría vacío. Uno de esos jóvenes sonreía mientras otro aparecía en un Café para soltar lo que sentía intentando no ser muy directo pero exponiéndose con la honestidad del que ya está harto de esconderse. Un muchacho obsesionado con el café que detesta porque no entiende que la vida puede tener otras metáforas. O quizá era yo quién no lo entendía y por eso se me ocurría una interpretación tan trivial. No podía saberlo. No recordaba haber estado en una situación similar.

¿Cuántos de estos muchachos se cuestionaban este silencio? Me habría gustado conocer a uno de ellos, a uno tan solo, tal vez así el instituto habría dejado de parecerme tan frío. Ese edificio enorme y sofocante, con el aire siempre denso y personas caminando a tientas, tambaleándose sobre la fragilidad hiriente de vidrios rotos, ¿cómo no iba a albergar semejante frialdad?

¿Iría el muchacho a un colegio similar o a uno público? ¿Trabajaría? ¿Sería ya mayor? Me convencí de que debía tener la edad que yo cuando papá me regaló su Rolex. Mis cavilaciones eran así, superficiales y lentas, lo suficiente para recordar de más. Papá se murió así también, lento, casi tan lento como las palizas que me daba a escondidas de mi madre porque le había prometido cosas a ella que en la práctica nunca cumplió. Mi madre lloró. Mi hermano mayor lloró. No lloran ahora pero lloraron antes y si no cuestionan ya nada en mí es porque están convencidos de que me creyeron. La muerte tiene el peso eterno de la respetabilidad, del rencor inútil que termina cediendo, pero si hay algo igual de penetrante y definitivo esa es la verdad, por eso todo el mundo huye de ella. Así encontraron consuelo. El velo de la muerte no les oscureció el cariño; cuando no ves a alguien a los ojos es más fácil convencerte de que no podrías haberlo sabido.

—Hoy se ve diferente —dijo el muchacho que me esperaba en el Café. Ya había ordenado pero su taza estaba llena y adiviné que su contenido ya se había enfriado.

—Estoy cansado —dije—, acaba de terminar otra jornada de exámenes.

—También para mí —dijo.

—Has peleado. —No fue un pregunta.

—Suerte que pude contenerlo hasta el final. Si llegaban a expulsarme en semana de exámenes, habría perdido otro año. La escuela no es difícil, no, uno sólo va y hace sus asuntos. Capaz te llega a gustar una clase, un profesor, un compañero. Aunque las horas libres no me gustan. El tiempo libre hace algo con la cabeza de los adolescentes, crea bombas de aire allí arriba que explotan con demasiada fuerza, salpicando otras cabezas. ¿Y sabe qué pasa cuando todos creen que deben pensar igual? Te gritan marica y te esperan al salir de clases. Pero como sólo tienen aire en la cabeza creen que uno no se va a defender. Eso hice. Es mi legítimo derecho, lo leí en alguna parte. Soy un chico de diecisiete rodeado por puros chicos de dieciséis. Un año no significa nada, y ya ve, no los entiendo. Soy como ellos, de base, pero ellos se han endulzado de otra manera. O los han endulzado de otra manera. Ya ni sé. Es que yo no entiendo, no entiendo qué hay que entender.

—¿Te expulsaron?

—Ocho días —sonrió con orgullo. Noté que no llevaba su piercing, sólo el labio algo inflamado—. Usted, Ernesto, no tiene la pinta de haber peleado nunca. Apuesto a que salía del colegio con la cabeza gacha.

Le di un sorbo a la bebida. Miré el Rolex en mi muñeca izquierda, luego el brazalete arcoíris del muchacho. No tenía que responder nada. No había que responder nada de todas formas. El sabor del café se volvió de un amargo diferente, parecido al que el muchacho debía notar cada vez que bebía, el mío se había tornado de otro sabor al olvidarme de esos asuntos, pero ahora, con él enfrente, volvía al sabor original. Hay maneras de interpretarlo: el sabor amargo que parece que deja de serlo porque te acostumbras, el que es amargo sin importar qué tanto le pongas para endulzarlo y el sabor amargo que no niegas que lo es y aprendes a disfrutar. No me gustaban esas metáforas, su obsesión con el café, no me gustaba su brazalete arcoíris, ni sus uñas descascaradas; aunque me gustaban sus rizos del color del cobre, sus hombros, me gustaba su piel tostada y su forma de expresarse. Me gustaba, sobre todo, cómo me miraba. No como un profesor, ni como un adulto o como un hombre, como a un ser humano.

Dejé la taza en la mesa y jugueteé un momento con el reloj. Un rolex de los 70', debería costar algo ahora, pero no lo podía vender, había sido de mi padre y me servía, no para recordar el tiempo sino sus latidos.

—Tengo razón —dijo. No fue una pregunta.

Me invadió la melancolía. Qué sé yo. Un pequeño truco de su parte, tal vez, una sonrisa que se extendió dolorosa en labios lastimados que lastimaban también, como cuando me comía las uñas para mantener la boca ocupada y no dejar que los impulsos me dominaran.

Me incliné un poco. La mesa pareció crujir bajo mi peso, lo que me hizo retroceder, pero entonces él se acercó apoyando los codos sobre la superficie. Toqué sus labios. A mí me los habían reventado muchas veces, pero no así, nunca se tiñeron de esa gloria, del saber que el otro había quedado igual o peor, no por el simple fanfarroneo, sino por una acción poderosa que le había dado fuerza a unos puños de piel suave que con nada se partían pero no por eso dejaban de defenderse.

El muchacho torció un gesto y entreabrió la boca. Mi dedo de adulto, en contraste con sus labios lastimados pero juveniles, me hizo notar lo pecaminoso de mi acto. Retrocedí, incómodo. Era ese latidos, esos latidos que me refrenaban.

—No fue nada —dijo. Noté que se había sonrojado un poco.

—No debí... —balbucée—. No lo hice con mala intención. Fue sólo un recuerdo. No entiendo...

—Sí, así es esto, la de nunca acabar de entender —sonrió con algo de melancolía. Como si él fuera melancolía pura, añeja, envuelta en bravuconería para no desperdiciarse.

—Lucas —lo llamé al notar que comenzaba a levantarse de la mesa—. Disculpame. No te lo tomes a mal.

—¿Sabe, Ernesto, qué es peor que no entender? —preguntó. Yo no tenía nada que responder así que él lo hizo—: No intentar entenderlo.

El café de las cuatroWhere stories live. Discover now