La abu

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Mis negritos queridos, cuídense. Si no lo hacen, van a terminar como el abuelo.

María Angélica Sans, alias «La Abu»

Lobos, Buenos Aires.


Hugo levantó su tasa con lentitud y bebió pesadamente un sorbo de café. Estaba hirviendo; le supo muy amargo. Hizo un esfuerzo y repitió el procedimiento. Era lo único que lograba confortarlo en uno de esos días fríos y lluviosos.

Lanzó un suspiro al tiempo que observaba su desértico despacho.

—Cómo escasea la guita—se dijo. Tenía la costumbre de hablar consigo mismo cuando estaba solo—. La época en que jóvenes con buenas pilchas cruzaban esas puertas, dispuestos a que solucione todos sus quilombos, quedó atrás. Bastante lejos.

Abrió el primer cajón del escritorio, esperando encontrar un pucho. No quedaba ninguno.

—Ah... Si Claudia no se hubiera mandado a mudar ni bien se largó la lluvia, podría intentar manguearle algo de plata. « ¿Para qué querés que me quede? No va a venir nadie », me dijo, la muy... Esa mina es una verdadera joyita.

Las piernas de Hugo comenzaron a vibrar. Un hábito frecuente; un zarandeo voluntario que encontraba su máxima prolongación tras largas jornadas de aburrimiento.

—Eh... Sí, podría decirse algo así.

Comenzó a entornar los ojos. Pensaba tomar una siesta y luego irse a casa. Antes, escucharía un gotán o dos. De esos bien junaos: Gardel y Le Pera. Clásicos.

¡Pum!

El ruido se encargó de quitarle el sueño. Alguien acababa de darle un potente saque a la puerta.

¡Pum!

Otro.

«Hum... Pinta mal. ¿Un asunto pendiente de mis tiempos como cana? No creo. Recuerdo haber finiquitado todos. ¿Será ese gil que descubrí engañando a sus dos percantas? Quizá», pensó.

Hugo se levantó, cerró el cajón y se dirigió al origen del sonido, palpando la Bersa TPR9 de su bolsillo.

«Por las dudas.»

Sorprendido al no ver nada a través del orificio de la cerradura, abrió la puerta. Desde fuera, lo primero en verse fue su prominente napia: herencia familiar.

«Ahora es cuando me parten la jeta.»

Pero no. Había un sobre de papel madera. Nada más. Reposando en el suelo; tendido frente al umbral, saludaba con letras grandes y rojizas: «PARA HUGO RODRÍGUEZ. ES URGENTE. ¡VOLVIÓ!».

Con una mezcla de curiosidad y recelo, agarró el sobre, cerró la puerta y se dejó caer en su gastado asiento de cuero.

— ¿Qué será esto? —Escrutó detenidamente el motivo por el cual arruinaron su siesta—. Sin remitente. ¿Sospechoso? ¡Para nada! —Repiqueteó sus dedos sobre el escritorio—. ¿Debería tirarlo?... No, puede ser importante.

En el futuro, Hugo desearía, varias veces, haberlo hecho.

—Un papel... ¿Será una especie de carta? Parece hecha a las apuradas. —Colocándose unos anteojos con marco negro que, según Claudia, lo hacían parecer un lavandero bien garca, empezó a leer.

Señor Hugo Rodríguez

Mi nombre es Sofía Castro. ¿Me recuerda? La chica del caso...

Hugo dejó de leer.

Extrajo una pequeña llave de su bolsillo y la usó para abrir el segundo cajón del escritorio. De ahí, sacó un expediente que colocó delante suyo. Al abrirlo, pudieron observarse recortes periodísticos y copias de testimonios.

La abuWhere stories live. Discover now