El silencio de los condenados

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El silencio de los condenados

La noche me congela sin piedad. Los relámpagos se distinguen entre las sombrías nubes tóxicas que ocultan el firmamento. A mis veinte años he pasado por decenas de tormentas similares, todas ellas en el mismo navío, pero esta vez es diferente. El vaivén de las olas es inestable, como una cuna a punto de romperse en la que se mece a un bebé recién nacido. Un barco sin puerto está condenado a hundirse.

Mi hermano Tyreese y yo somos refugiados en La Gaia, un gran transatlántico. Nuestra pesadilla no comienza hoy, sino un diez de enero de 2056, cuando los hombres blancos del Oeste perdieron la cordura y dejándose manejar por el desprecio lanzaron bombas nucleares a los países del Este. Tan frágil es la vida, tan efímera e incierta. No supimos cuidarla. Diría que nadie se lo esperó, pero tan solo estábamos esperando a que ocurriera. Nadie pudo prevenir la locura de los gobernantes corrompidos por el odio. La tierra perdió a la mitad de su población, la estupidez humana llegó al extremo de destruir todo lo que con tanto esfuerzo se había construido. La sociedad tal y como la conocí, dejó de existir aquel día.

Lo único que conservamos mi hermano y yo de nuestros orígenes son nuestras pieles negras, su nariz más ancha que la mía y nuestros nombres. Hemos tenido suerte como quién dice, pues cuando ocurrió la catástrofe estábamos a bordo de ese buque, aunque hubiéramos preferido no contar con esa suerte. Los primeros días tras el bombardeo fueron una tortura, tuvimos que asimilar que nunca volveríamos a casa, que no veríamos a nuestros padres y que jamás volveríamos a pisar tierra. Rota la ciudadanía, solo queda sobrevivir como fuera.

En la comodidad de mi litera observo la fina capa aceitosa que dejan las olas negras tras su impacto en el cristal. Contemplo el daño que la corrupción humana ha causado al mundo. Los océanos han perdido su color, se han transformado en grandes depósitos de petróleo y peces muertos. Comprendo que no todo el mundo tiene la misma suerte que yo de estar viva, pero otros tienen la suerte de estar muertos. Dejo de mirar al exterior incómoda y vuelvo a pegar mi espalda en la almohada para descansar, o intentarlo al menos.

Llevamos dos años a la deriva, durante ese tiempo las enfermedades y las muertes han sido incontrolables. El agua escasea poco menos que la comida, sé que se están acabando los recursos y que la tripulación enloquece cada día más. Miento si digo que no se han dado casos de canibalismo en el barco. Aunque la forma en la que tratan a los enfermos me asquea aún más, han llegado a tirar por la proa a varias personas por un poco de fiebre. Todo es poco prevenir y, aun así, lo estamos haciendo todo mal. Es duro sobrevivir cuando solo tú puedes protegerte. Somos unos ilusos condenados a un libre albedrío.

Hace demasiado frío, mi hermano rechina los dientes desde la litera de abajo. La luz nunca entra del todo a nuestro camarote, solo conocemos la penumbra porque la contaminación nos ha privado del sol. Lo que nunca he podido comprender es por qué seguimos vivos si respiramos aire impuro.

Tyreese está oculto bajo una sábana sucia, la higiene no es nuestra principal preocupación. Él prefiere la oscuridad completa, odia que la luz le muestre siluetas, sobre todo cuando éstas se quedan mudas.

—Naira... —Tyreese dice mi nombre rompiendo el silencio. Su voz aterciopelada me transmite mucha paz. —, ¿crees que va a parar pronto la tormenta?

No vacilo ni un instante y niego.

—Creo que esta vez irá para varios días.

Mi respuesta parece que le asusta más, escucho cómo se acobija en su colchón. Bajo de mi cama y me meto a la suya. Está temblando y me mira con angustia. No puedo culparle, nadie comprende su fobia al mar ni sus contiguas pesadillas en las que muere ahogado. Sin decir nada, él me hace un hueco a su lado y me abraza apoyándose en mi clavícula. Yo paso mi brazo por encima de su hombro. A veces tengo la sensación de que soy la mayor, aunque los dos somos mellizos. Tyreese es especial. Su rostro es dulce y sus ojos azules hacen un bonito contraste con su piel negra. Sus iris son lo más cercano que tenemos de un color puro y sin corromper.

El silencio de los condenados.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora