Nunca había pensado en cómo llegó al punto sin retorno entre la vida y la muerte. No es como si ahora importara. Lo único realmente relevante era la imagen ante él. Un caleidoscopio de imágenes borrosas que sucedían de manera vertiginosa frente a sus ojos.
Su hermano, con aquella sonrisa característica, tan soberbia y despreocupada pero a la vez tan cargada de inocencia.
Su padre, con los ojos nublados, la sonrisa inexistente, el cuerpo abatido y el arma en la mano.
Corrió, aunque sentía que no avanzaba, sus movimientos ralentizados en un mal juego del destino.
Pudo ver con horror como la sonrisa de su hermano se convertía en una mueca de disculpa.
Como sus ojos parecían decir adiós mientras su cuerpo era intermediario entre él y una bala.
No, nunca había pensado como fue que llego a ese momento. Pero sabe perfectamente que ya no importa.
Sus oídos sordos por el cruel disparo y sus ojos ciegos a todo excepto el rojo macabro de una mala obra de teatro.
Su vida siempre fue la de un satélite, girando en torno a su planeta por el inevitable centro de gravedad. Primero fue su madre, tan hermosa, tan inteligente, tan débil y temerosa de la ira de Dios y de los hombres. Luego...luego fue su hermano. Siempre su hermano.
Más ahora era un simple satélite vagando por el espacio. Sin sentirse atraído por nada, sin nada a que proteger, sin nada a quien pertenecer.
El reloj a su espalda generaba un molesto y rutinario tic-tac, muy parecido al que haría una llave rota, o el latido de un corazón dormido. Muy parecido al tic-tac del viejo reloj que decoraba el living de su casa.
La silla en la cual se encontraba ahora era fría y dura, con una extraña mancha parduzca que no quiso examinar, pero que aun así paso varios segundos observando.
Todo por distraerse.
Había jugado con sus dedos, caminado de una esquina a otra del pasillo, jalado su cabello, llorado y vuelto a juguetear con los apéndices de sus manos.
Había escuchado los escasos murmullos que a esa hora le rodeaban.
Había contado cuantos cuadros negros componían el patrón del suelo.
Pero aun así, aun con todos sus esfuerzos por distraerse sus ojos volvían al molesto reloj y al inescrupuloso segundero que seguía avanzando.
Ya habían pasado 48 minutos.
Al mirar fijamente el reloj, creyó escuchar la risa del destino, jugando con sus piezas de ajedrez y deleitándose cada vez que le daba una a la muerte.
Determinando la vida de los mortales y burlándose de los vanos intentos de la gente por guiar a su futuro lejos de sus garras.
Intentar.
Curiosa palabra.
No le agradaba. Pero pensándolo bien, existían muchas cosas que no le agradaban, entre ellas la mala costumbre, adquirida recientemente, de observar el reloj cada doce segundos.
Recordó la última vez que vivió una situación parecida. Por aquel entonces tenía casi nueve años y su hermano no era más que un bebe de meses. Su padre había chocado en el auto y dos de sus costillas derechas se habían astillado. Para suerte de él, no fue nada grave. Nada comparado con lo que ocurrió dos semanas antes de ese accidente, nada comparado con lo que tenía lugar ahora.
Sintió como nuevamente su rostro se mojaba y sus manos temblaban en una imitación perfecta de un cascabel. Observo el reloj, 55 minutos.
Se miro nuevamente las manos y se jalo el cabello intentando aplacar el dolor que se expandía por su pecho. Ese dolor que con sus pequeñas manitas estrujaba su corazón hasta dejar solamente un desecho de lo que algunas vez fue.

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Satélite
Fiction généraleEl tenía que volver. Tenía que estar bien. Y cuando regresara, cuando le volviera a mostrar esa sonrisa que el tanto amaba, tal vez, y solo tal vez, perdonaría al demonio que alguna vez llamo padre y al ángel que aun hoy llamaba madre.