Cuento: Almas de Niños

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Por Juan Carlos Quenguan Acosta

Un día del mes de diciembre, después de pasar el tercer milenio, mi mamá Cecilia me comentó de algo que reveló mi abuelito Pedro antes de fallecer, mientras ella estaba encinta.

Mi antecesor exponía que todos los seres humanos: jóvenes, adultos y longevos eran niños; quienes tenían inocencia, tolerancia y con deseos de aprender sobre la vida. También declaraba que, cuando las personas crecían y asimilaban acerca de la conducta y la disciplina, olvidaban de su inocencia y prefirieron hacer el uso de razón, para bien o para mal de sus vidas.

Por esa razón, el olvido marcó en los corazones de aquellos humanos, consecuencia de ello, por las horas de la noche salían de sus sueños a la realidad, esas almas infantes que buscaban una grata compañía de aquel ser que siempre lo quería cuando eran chiquillos.

Mi abuelito falleció tres meses antes que yo naciera, después de ese tiempo, mi mamá Cecilia iba a concebirme en el Hospital del Sur, cuando distinguió a un niño que estaba esperando en la puerta de la entrada de urgencias; según lo que mi mamá me comentaba, el niño decía algo similar de lo que contó mi abuelito.

Por ese motivo, mi mamá se desmayó boca abajo en el piso, los médicos se alertaron, la llevaron a la sala de partos y yo nací de piel morada, como si me pareciera de la comunidad afro descendiente. Cuando mi papá Humberto supo, fue al hospital desesperado preguntando por mi mamá, la enfermera le comentó que el parto salió bien, fue a donde estaba acostada mi mamá y esperaron a que me llevaban y me presentaran. En ese mismo momento, mi papá me dio el nombre de Jaime.

Dos años después nació mi única hermana, a quien le dieron el nombre de Alejandra, una niña de lindo semblante, de piel blanca y suave como las almohadas. Quería mucho a mi hermanita, porque al paso del tiempo jugábamos: al papá y a la mamá, al trabajo, a la construcción de casitas, a las escondidas, a los congelados, a atravesar las cobijas colgadas en el patio de mi casa; a los superhéroes usando ruanas encapuchadas de algodón de color café.

Alejandra, tras cumplir sus 12 años de edad, en el momento que yo quería jugar, me comentó en tono seco:

—No quiero jugar... Ya estoy mamada de jugar lo mismo, quiero ser como aquellas jovencitas que quieren ser libres de sus hermanos... Déjame...

Al escuchar, me sentí triste y sorprendido a la vez, después fui a mi cama y no quería llorar, por no entender lo que quería mi hermanita.

Sé que los jóvenes y los adultos, al ver que jugar, disfrazar, leer cuentos o dibujar era cuestión de niños; prefirieron obedecer reglas de conducta y disciplina, de manera radical y exigente, para no cometer faltas o errores graves que implicaban regaños, sanciones o castigos. No obstante, para algunos como yo, obedecer dichas normas sin toque de alegría, de cariño o de comprensión, era lo más triste y aburrido; porque si quería jugar o compartir con las personas, ellas siempre me decían: "Estoy ocupado". "No me moleste". "No me interesa". "No me importa".

Mis padres eran de esas personas, quienes en algunas ocasiones de castigo me pegaban, me gritaban, me prohibían ver televisión o me prohibían escuchar radio.

Yo me pregunto: ¿Por qué cuando eran niños eran alegres, divertidos, cariñosos? Luego: ¿Por qué cuando eran jóvenes o adultos fueron totalmente indiferentes?

Crecí con esta incertidumbre, siendo un estudiante bachiller atento, de buena conducta, logrando sobresalientes resultados y con menciones de honor en cada izada de bandera o en cada clausura de grado. A pesar de eso, había algo que me faltaba, algo para estar contento y no orgulloso; porque algún profesor me comentaba que una persona orgullosa era una persona egocéntrica.

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