Mi nombre es Matt Cohen y estoy atrapado en una espiral de espacio-tiempo. No sé qué edad tengo, ya perdí la cuenta, desde hace mucho que me muevo a través de épocas y dimensiones, a veces repito el mismo día, o voy años adelante, cambio de universos o planetas, lo que no puedo, es detenerlo, controlarlo y cada vez que muero, viajo.
Soy un genio, lo sé todo y vivo por siempre, sin embargo deseo la muerte, pues de nada me ha servido ser eterno si las personas y compañeros que tuve a través de mi viaje son sólo destellos en mi memoria.
Durante una época pude repetir y envejecer durante corría el tiempo y fue ahí donde conocí a mis dos grandes amigos. Natalia, la chica más enérgica, alegre, intrépida, amable, honesta y fue ella mi amor uno. Gabriel, mi gran compañero, imponente contextura, cerebro profundo, mirada alentadora, carácter cariñoso y abrazo sincero.
Éstas dos criaturas fueron quienes sin lugar a dudas mermaron mi existencia.
Cuando el tiempo se detuvo, fue cuando apenas descubría mis poderes. A mis 17 años, salí del Instituto y comenzaron las vacaciones, cosa que me alegraba ya que al fin dejaría de ver el rostro de mis indeseables compañeros, las maestras cizañosas y mis padres. Viajé lejos, hacia el sur, un lugar más cálido en la costa, los atardeceres eran los más hermosos, cada anochecer era mágico y las estrellas se dibujaban con claridad en el cielo. En el horizonte se veía el eterno océano e imaginaba cómo caía éste torrente de agua al vacío para aquellos ingenuos antiguos que no conocían la ciencia.
Decidí dedicarme al estudio de la alquimia (Química) en la universidad local, no recuerdo mucho de mi experiencia, más allá de lo leído en aquellos libros, que por algún motivo nunca olvidé. Durante mi cuarto año, en mi diaria y religiosa visita al muelle, descubrí que ya no sería el único que vería el atardecer. Una mujer, que con la luz del flamante sol se dibujaba como una mancha en el horizonte se encontraba en la punta de aquel muelle, valiente considerando el estado de aquellas maderas que en su vejez mucho hacían al sostenerse. Dudando de si los vestigios soportarían el peso, me acerqué en dirección a aquella figura. A medida que mis pasos se intercalaban como dedos en la mano de un hábido guitarrista, sentía que mi pecho se llenaba de intriga, quizá por un instinto territorial o por pura curiosidad.
Llegué a la derecha de aquella mujer, que giró su cabeza en busca de mi rostro, me vió por unos segundos, sonrió y siguió viendo el horizonte, sólo así di permiso a mi pecho de dejarse correr, pues era aquella joven sin duda alguna, la más bella que jamás había visto, no supe si eran sus ojos marrones o el reflejo de luz en ellos, pero me senté a la espera de la noche, que me diría si eran mentiras de la luz o engaños del corazón.