Obsesión Medieval

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O... el relato de los últimos días de  libertinaje de Raimundo Vallenegro


Érase una vez que se era, que vivía un joven doncel de gallarda figura, no demasiado corpulento, pero de cuerpo marcado y bien formado. Su rostro, algo anguloso y ligeramente angelical, no atesoraba unos rasgos especialmente de moda de aquella época, pero no se podía negar que la complicación de tal faz tenía mucho de hermosamente viril e incitantemente morboso, llamando la atención y exacerbando la libido de aquellos y aquellas con quienes se cruzó, se cruzaba y se cruzaría en el futuro.

Así pues, guapo, machote, exótico y con una arrebatadora personalidad insultantemente chuleta a la par que temerariamente rebelde, este chico fue criado entre palizas y abusos de diversa índole con el prefijado destino de sustituir a su padre como granjero mamporrero; más terminó abandonando aquella granja tras propinar tan tremendo golpetazo en la sien a su progenitor que dejó a su madre viuda, a sus hermanos huérfanos y a él buscado como criminal por toda la Castilla la Mancha. Y todo eso antes de los trece años.

Con el paso del tiempo y la distancia, aquel pequeño incidente fue perdiéndose entre la memoria popular y los desastrosos archivos judiciales del medievo tardío. Ya con diecinueve, todo un hombre hecho y derecho según los cánones de la época (en la que a los treinta ya se era un anciano a las puertas de la muerte), el áureo zagal de ojos celestes debido a su origen nórdico o vikingo, según contaban en Albacete (su pueblo de origen), se había labrado una reputación (a todas suertes merecida) como delincuente, criminal, asesino y ladrón en la costera Ciudad Condal de Barcelona. En este lugar, el puerto, el comercio y el devenir de gente de aquí y de allá hicieron siempre muy difícil la captura de nuestro protagonista, más aún con tantos amigos como había logrado gracias a su peculiar (por decirlo en bonito) acento manchego y a su generosidad siempre ansiosa de juergas y devaneos.

Entre sus múltiples opositores y enemistados subrayaremos el grupo formado por aquellas a las que prometió la luna antes de abandonarlas por otra flor que brillase en el horizonte, pues a este manchego parecía hervirle el caos en la sangre, transportado a través de la vida en un alocado danzar cuyo sargento fuera el caprichoso viento del norte, aquel a quien todos temen y desean por igual.

Tampoco podemos olvidarnos de la animadversión obtenida entre los que conformaban su competencia en el tema del guante blanco, pues no fueron pocas las veces que otros amigos de lo ajeno se acercaron a un objetivo tan sólo para descubrir que ya había sido desplumado por el muchacho, sin que este avisase a nadie de la recaudación de dicho botín. El código del ladrón indicaba reglas por cumplir, gente a quien rendir cuentas, porcentajes que repartir... y todo eso se lo pasaba nuestro protagonista por el arco del triunfo, cuidándose (eso sí) de dejar las menos pistas posibles sobre su identidad gracias a su capucha y al uso de un nombre falso.

Y por supuesto, sus rivales y odiadores incluían también a los allegados de aquellos que habían fenecido en algún duelo contra él, por la simple gracia de sus navajas traicioneras en la oscuridad de un callejón; o, incluso, entre las sábanas de seda de un no-tan-seguro-dormitorio o excusado, pues honor y respeto eran palabras que no llegaban a calar bien en su fogosa mollera.

Digamos, que su vida no estaba muy bien encaminada hacia la meta de vivir muchos años en la tranquilidad y seguridad de permanecer del lado de la ley.

Él no hacía por ocultar su naturaleza fuera de la legalidad ni su peligrosa actitud de abandonada ira impulsiva, pero tampoco hacía gala de ello ni mordía más de lo que podía tragar; o eso pensó él hasta aquel fatídico día en que decidió tomar para sí el broche del Águila Real del hijo del Conde, a quien había seducido con una de sus miradas lobunas, y a quien regaló una intensa noche pasional para robarle tanto la mentada joya como la virtuosa virginidad del heredero con los mayores derechos en aquella urbe.

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