Blanco & Negro

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 "En todo amor hay por lo menos dos seres, y cada uno de ellos es la gran incógnita de la ecuación del otro. Eso es lo que hace que el amor parezca un capricho del destino, ese inquietante y misterioso futuro, imposible de prever, de prevenir o conjurar, de apresurar o detener. Amar significa abrirle la puerta a ese destino, a la más sublime de las condiciones humanas en la que el miedo se funde con el gozo en una aleación indisoluble, cuyos elementos ya no pueden separarse. Abirse a ese destino significa, en última instancia, dar libertad al ser: esa libertad que está encarnada en el Otro, el compañero en el amor" (Bauman, Z. 2003).

La muchacha caminaba por las calles cercanas al centro con lentitud. Las manos metidas en los bolsillos y la mente divagando en el ruido de los autos, los pájaros, pendiente en las sombras de las casas que se dibujaban en el suelo sucio y gris. Ese olor maloliente en alguna esquina ingresó por su nariz y le produjo una mueca, rápidamente apuró el paso hasta que el olor se disipó y finalmente desapareció.

Levantó la vista del suelo solo cuando llegó a una esquina. Pasó una micro[1] y entonces cruzó la vereda del frente, que se levantaba empinada y se perdía en una vuelta donde ya no se veía ni la calle, solo casas. Se detuvo un segundo para apreciar el cerro desde su comienzo, porque la vista desde ese punto daba la impresión de que las casas de abajo sostenían a otras, una sobre otra, unas pequeñas otras más grandes, separadas por la misma calle que daba vueltas o se encontraba con otras. 

Subió las escaleras de algún callejón escondido que acortaba su camino, así no tenía que seguir el recorrido de la calle, en cuyo caso demoraría el doble y se cansaría más. Observó los dibujos pintados en alguna pandereta, de esos murales de vivos colores, con algún mensaje político hecho dibujo. 

Bostezó. Levantó el brazo para observar la hora, eran apenas las ocho de la noche pero ya estaba cansada de un día completo en la universidad. Por suerte aún no llovía y eso que ya estaban en junio, la sequia se estaba haciendo presente con más fuerzas que el año anterior. Llegó a su casa, una chiquita entre una de tres pisos y un edificio de cuatro. 

Cuando entró saludó a su mejor amiga que cambiaba rápidamente los canales del televisor, sentada en el único sillón con el que contaban. Ambas compartían y arrendaban la casa desde que ingresaron a estudiar a la universidad, hace ya dos años. 

Desde pequeñas siempre quisieron irse a un lugar tranquilo, bonito, al mismo tiempo con muchos lugares a donde salir, como pubs y bares para universitarios, no las típicas discoteques repletas de chillones adolescentes. Por eso, cuando salieron del colegio postularon a todas las universidades de Valparaíso en primera instancia, luego a las de Santiago, su ciudad de origen. Aquel lugar bastante bohemio, con harta mezcla de culturas, y un mar maravilloso que se veía apenas saliendo de su casa, como en cualquier casa ubicada en los cerros. 

-¿Cómo te fue? -Preguntó con la vista fija en la pantalla. 

-Bien... -Respondió sin muchas ganas, nada convincente -Estoy muerta -Se dejó caer en la alfombra de muchos colores, donde algunos cojines reposaban ahí. Cuando se juntaba con sus amigos y los de su mejor amiga siempre se sentaban en la alfombra o sobre aquellos cojines, a falta de más sillas y sillones. 

-¿A qué hora llega Pato[2]? 

-No sé -Respondió la muchacha encogiéndose de hombros -. Dijo que a las nueve, pero siempre llega tarde. 

-¿Ya pensaron en algún boceto? -Finalmente dejó el control remoto a un lado, dejando un canal de música solo para que la casa no estuviera en completo silencio. 

-Sí, pero no hemos elegido, por eso viene a mostrarme los que él hiso y yo le muestro los que dibujé. 

-Ah. 

Blanco y NegroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora