Negra Sevilla

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Corría el sexto día del cuarto mes del año 1607 cuando las campanas de la iglesia de Santa Ana, resonaron en la ciudad de Sevilla.

Allí, en un palacete cercano, Alonso Solís despertaba entre mullidas almohadas y blancas sábanas de seda. Él, conde de diversidad de tierras y buen amante entre las mujeres de su estatus social, Solís, oscuro de pelo y blanco  de piel, abría los ojos perezosamente, adaptándose a la luminosidad del cuarto que era adornado con tapices y cuadros de generaciones pasadas. En sus pensamientos no había nunca ni un solo problema, salvo que el día anterior hubiese bebido de más y esa mañana tuviera resaca, no era común que el señor Alonso Solís andase pensando en problemas. Mientras, al otro lado de la puerta, una sirvienta de piel igual al chocolate más negro de toda la península, esperaba a que su amo y señor la llamara.

-¡Margarita!- gritó Alonso. Ese en realidad, no era su verdadero nombre pero, al llegar como esclava a España, fue llamada así. Ella, Ashia,vivía en el norte de África hasta que a la edad de quince años la separaron de su familia unos españoles "cazadores de prostitutas", pues era a lo que se dedicaban: a vender, robar y comprar mujeres para después prostituirlas. A los pocos meses vendieron a Ashia porque no conseguía "engatusar" a ningún hombre. Los clientes pensaban que al acostarse con una negra, esta les trasmitía una enfermedad rara e incurable, como si la gonorrea y la sífilis que poseían algunas de las prostitutas de aquel burdel no fuera suficiente para aquellos violadores de mujeres.

-A su merced, señor- dijo la veinteañera de origen africano entrando por la puerta de la gran alcoba.

-Limpie esta pocilga y vísteme de una vez- ordenó enfadado.

A punto estuvo la criada de replicarle a su señor que eso no era una pocilga ni se parecía a una, pues ella vivía en una y sabía perfectamente lo que era despertar con un cerdo en sus piernas y un gallinero en su cabeza, y por allí no escuchaba a ninguna ave gritar ni a un puerco gemir de placer tirado en un charco de barro. Mas, a sabiendas de lo que pasaría si abría sus carnosos labios, decidió callarse y asentir.

Una vez Solís se hubo vestido con unas calzas negras y un traje azul, blanco y dorado, bajó las escaleras de su palacete y se sentó en una de las sillas que rodeaba la gran mesa de madera oscura. Frente a él, una gran variedad de platos se esparcían por la inmensidad del mueble de cuatro patas. Empezó a comer y a comer y a comer y no paró hasta que su estómago se hubo llenado lo suficiente.

Aun con la boca llena de pastel y las manos manchadas, se dispuso a hablar.

-Como bien sabéis, hoy se celebrará una fiesta aquí y espero, por el bien de cada uno de ustedes, que todo esté en orden; la plata limpia, los suelos relucientes y todo, absolutamente todo, perfecto.

Los sirviente, allí presentes, atendían al discurso de Alonso ya que lo que dijera "el señorito" iba a misa y que por ello debían agachar cabeza y obedecer a sus mandatos.

-Sí, señor- dijeron todos a coro.

El conde, satisfecho con el desayuno, salió del palacio -heredado de su padre- y se dirigió al carruage que le esperaba fuera para ir de visita a casa de un amigo. Miguel, duque y viejo amigo del conde, era un hombre chulesco y mujeriego que disfrutaba de una vida llena de lujos, alcohol y mujeres. Para llegar al palacio de Miguel Olivares, había que atravesar la ciudad y, aunque la idea no le agradaba, era eso o un largo camino rodeando la ciudad. 

Los chiquillos que correteaban cerca de la carroza donde iba cómodo nuestro conde, asomaban sus huesudas manos por la cortina que separaba a Solís de la muchedumbre. Alonso, asqueado, le propinaba manotazos para alegarlos, algo que no logró conseguir. Así que, mientras él pensaba qué pechos degustaría esa noche, los niños a los que tanto detestaba por pesados, esos mismos que lo único que le pedían a Alonso Solís era un poco de dinero, rezaban en silencio sobrevivir aquella noche y poder ver el sol el día siguiente.

Después de una tarde de ocio con su amigo Olivares, el conde regresó a su palacete justo para ver su fiesta empezar. Ya bien entrada la noche, los invitados llevaban más alcohol que sangre en las venas y más comida en sus estómagos que en el de un campesino en un año. Pero, lo que no sabían ninguno de aquellos borrachos era que, una sirvienta de piel oscura y harta de las injusticias que había por culpa de los nobles que en aquel salón bailaban despreocupados, había echado cianuro en cada copa que antes había colocado en la mesa donde su amo comía día sí y día también.

El suelo poco a poco se fue llenando de cuerpos sin vida de duques, condesas y gente de la alta nobleza que había empobrecido al pueblo al cual sometía. La nobleza estaba cayendo y la revolución naciendo.


Historietas de una GilipollasWhere stories live. Discover now