La historia de un curda (homenaje a Charles Bukowski):
Por Teodoro Balmaseda.
Fue el mismo día que descubrí el significado de dipsomanía.
Estaba en la taberna trasegándome una botella del vodka más barato del local cuando uno de los curdas que vigilaba que la barra no se moviese del suelo me lo comentó:
-¿Te has enterado? En mi empresa están buscando un comercial.
En vez de contestar, liquidé el pequeño vaso que tenía ante mí.
-¿Por qué no les envías un currículo?
-No me interesa –la verdad es que necesitaba un trabajo. Escribir no generaba nada y me quedaban doce euros en el bolsillo. Si en aquel momento me cayese muerto, todo lo que quedaría de mí serían doce miserables euros y un par de camisas sucias.
-¿Por qué no? ¡Si es dinero fácil! Vas a una ciudad a gastos pagados, alquilas un coche, haces un par de visitas y el resto de la semana es para ti.
Después de un buen rato con el tipo sentado a mi lado, tan cerca que no paraba de sudar –aunque aquello ocurrió en verano-, accedí a enviar un currículo, a lo que contestó que era mejor que me presentase con él en su empresa, él me pondría en contacto con el jefe –eran íntimos- y me ayudaría en los duros comienzos.
Así que un par de días después me duché, me lavé la boca –tuve que hacerlo varias veces para quitarme el vodka del aliento-, me puse mi mejor camisa y me presenté en aquella oficina. El lugar olía a trabajo, lo que no era un buen indicio, y la oficina era pequeña. “Le da un toque acogedor”, dijo mi conocido según entramos.
La secretaria nos esperaba. Era una mujer mediada la treintena, con unos pechos aún firmes aunque habían conocido mejores tiempos y unas piernas esbeltas y contundentes. Era morena, con la melena hasta media cintura, pero leves destellos rojos destacaban en su pelo, sobre todo en el flequillo.
“Oh, nena, te daría un buen viaje” pensé al momento de verla.
-Señor Bukov, supongo –dijo con su mejor sonrisa. Tenía los dientes más blancos que había visto nunca-. El director le verá enseguida. Espere aquí.
Veinte minutos después no podía más. El hombre que se había autoproclamado amigo mío no había callado ni un segundo. Sólo quería largarme de ahí y beberme un vodka, tumbarme y dejar que el mundo siguiera girando hasta quedarme dormido. Visto lo que tenía a mi lado, me dediqué a vigilar a la secretaria. No le quitaba ojo de encima, y cada vez que nuestras miradas se cruzaban, me devolvía una cálida sonrisa.
-¿Tienes su teléfono? –susurre al tipo cuando la secretaria fue al servicio.
-¿Qué dices? Es del jefe. ¿Cómo crees que ha aguantado diez años en el puesto?
Era un idiota, sólo quería una puñetera cosa de él, y no la tenía. Pero sí tenía verborrea para aburrir a un bisonte. Induciría a un cocodrilo al suicidio.
Por fin, tuvimos permiso para pasar. El jefe –nada menos que director regional, como rezaba una placa enorme en su escritorio- no pasaría del metro cincuenta, con una barriga más que incipiente y un peluquín mal colocado. Que alguien me explique que hacía un bombón así con semejante gualdrapa.
-Hola, señor bocón –dijo el muy imbécil.
-Bukov, si no le importa –mi conocido, que le había hecho una reverencia al entrar, me fulminó con la mirada.
-Es que a mí los apellidos rusos…
Con eso que cuente creo que es suficiente. Después de una eternidad de entrevista en la que me preguntó hasta por mis ideas religiosas, quedamos en que el viernes me personase en esa misma oficina para recibir instrucciones.