Había algo íntimo en la manera en la que Zuko le enseñaba el resto de las cosas que sabía del Fuego Control, repasando técnicas que habían quedado en su mente desde las prácticas de su infancia y de su adolescencia, más como un pasatiempo entre los dos que un deber como lo había sido antaño. Aang creía que sus prácticas se sentían íntimas porque el significado del fuego era uno que compartían ambos como un secreto ancestral. Lo cierto era que el Avatar experimentaba un sentimiento de vacío inexplicable durante su día a día, excepto cuando llegaba la hora pactada y Zuko aparecía. Él, con sus sonrisas cómplices y su comprensión, le hacía sentir tanta familiaridad y confianza. Estaba lleno, estaba feliz.
—Estás muy cerca —había susurrado una de tantas veces, cuando tenía a su mejor amigo a tan sólo unos pocos centímetros de su cuerpo, el aroma de su piel filtrandose por su nariz y su sonrisa ocupando toda su visión. Era caliente como las llamas que tomaban vida en su pecho. No pudo evitar las mariposas revoloteando en su vientre ni en ese momento, ni nunca desde que lo conoció.
—Así debe ser —le respondió Zuko, algo de picardía en la curva de su sonrisa mientas se movía para terminar el ejercicio asignado.
Aang se preguntaba por qué no estaban juntos. Juntos de la manera que él estaba con Katara. Katara, risueña y bonita, siempre sonriente y ruidosa. Ella era preciosa, su risa un sonido grabado en su mente y su compañía algo que querría por siempre.
Sin embargo, no era Zuko.
Amaba a Katara, sabía que había estado enamorado de ella desde el segundo en que la vio. Pero Zuko siempre estuvo presente, con sus agarres de manos firmes, sus sonrisas llenas de seguridad y coquetería, su voz baja y grave sonando justo en su oído y vibrando en su pecho.
Aang se derretía a menudo por él. Pensaba en él, en las noches de soledad en medio de sus viajes por el mundo, recordando cómo se había sentido su cuerpo tan pegado al suyo, todo sudoroso y caliente. Recordando sus sonrisas y susurros, sus toques traviesos al pasar por su lado. Aang se corría con tanta fuerza que estaba seguro que sus tatuajes brillaban. Jamás consiguió sentir tanto placer con Katara.
Sentía culpa, también. Se preguntaba qué pensaría Zuko al respecto. Qué diría ahora, que lo tenía a su lado cumpliendo con sus responsabilidades, si supiera que la noche anterior gimió su nombre hasta que alcanzó el orgasmo. Cómo reaccionaría si le propusiera estar juntos, de qué manera se transformaría su bello rostro si le dijera que estaría dispuesto a dejar a Katara para brindarle su lugar.
Quería a Zuko a su lado para toda la vida, como lo había estado por tantos años. No sólo se trataba de lo necesitado que estaba por sentir sus manos en las zonas más sensibles de su cuerpo. Zuko siempre lo hacía sentir como si flotara. Zuko era tranquilo y escuchaba todo lo que decía, le brindaba tanta atención y cariño. Aang se sentía privilegiado de recibir todo eso de él, de ser digno de verlo de esa manera.
Quería más.
Quería ser la primera persona que viera al despertar, quería acariciar su rostro y apartar con besos dulces los restos de sus pesadillas, quería tomar té junto a él en las tardes y olvidar que eran Avatar y Señor del Fuego, quería ver el sol caer a su lado y escucharlo gemir su nombre bajo la luna, sentirlo retorcerse bajo su toque de fuego carmesí. Anhelaba poder llamarle hogar a todo lugar en el que estuvieran juntos.
Cuando pudo confesar en sus adentros que le pertenecía a Zuko, se dio cuenta que había sido sólo un niño cuando decidió entregarse a Katara.
—¿Listo, Aang? —le preguntó el dueño de su corazón con voz amable, esperándolo inclinado en el marco de la puerta de su habitación, con los brazos cruzados y el fantasma de una sonrisa asomando en sus finos labios.
—Claro —respondió, dejando todo para caminar hacia él.
Era él.