Prólogo

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Viernes, 2 de julio de 1982

—¿Dónde está mi bicicleta abuelo?

—Pues ya la vendí. ¿No te acuerdas de que te lo dije por teléfono?

—Ya, pero, es que ahora no tengo bici.

—Pero la tendrás mañana o pasado mañana querida Elena.

—¿Y la mía?

—La tuya se la vendí a Mario, que necesitaba una bicicleta pequeña para su hija Lourdes. Ya sabes, los que vienen de Madrid, la chica rubita con el pelo siempre recogido.

—Sí. Ya sé quién es. Me cae bien Lourdes. Le diré que la cuide bien.

—Y a ti, te he comprado la de Rubén. ¿Sabes quién es?

—¿Es el padre de Clara?

—Ese mismo. Igual que a ti, tu bicicleta se te ha quedado pequeña, a esa niña le ha pasado lo mismo. Este verano nos
hemos dedicado a hacer traspasos de bicicletas y juguetes. Crecéis todos demasiado deprisa.

—Yo sigo siendo bajita, abuelo.

—Eso dices tú. Pero estas creciendo. Como todos los niños. Y en nada serás una muchachita más alta y ya no querrás bici.

—¿Y cuándo la tendré?

—Te lo acabo de decir. Mañana o pasado mañana. En cuanto pueda cambiarte el sillín e hinche las ruedas. Tú no te preocupes, que tu abuelo se encarga de todo —dijo satisfecho
señalándose a sí mismo.

Le miré de reojo ofreciéndole una sonrisa a modo de agradecimiento. Alargué mi brazo izquierdo, y me cogí de su mano derecha. Continuamos paseando por el camino que da acceso al pueblo. Nos habíamos alejado un par de kilómetros y la casa quedaba lejana incluso a la vista de ambos. Íbamos hacia la gasolinera que estaba en la entrada del pueblo para comprar carbón para la barbacoa. Una dichosa gotera había estropeado las dos bolsas que tenía guardadas. Para Nicolás, un paseo, de la mano de su nieta, parecía la mejor de las ideas.

—¿Sabes? Estos días pensaba en hacer algo con el huerto abandonado que hay en la entrada. ¿Qué me dices? ¿Qué
podríamos plantar? ¿Tomates? ¿Zanahorias?

—En el cole, este año, la señorita Puri nos ha enseñado como plantar cosas, pero lo hacíamos en macetas.

—¿No me digas? ¿En serio? Qué casualidad —En realidad, era algo que Nicolás ya sabía, puesto que mi madre se lo había dicho. Y dado que me había hecho mucha ilusión ver como crecían pequeños brotes, se le había ocurrido pedir permiso a su vecina para usar una pequeña parte de su terreno.

—Plantamos varias cosas. Creo que tomates, lechugas y cosas de ensaladas. Pero hubo una tormenta de esas de granizo y se rompió todo cuando ya iba creciendo.

—Bueno, eso es normal. Por desgracia no podemos controlar que llueva o haga sol y si cae granizo, estropea todas las cosechas. Es algo más habitual de lo que crees. Si te parece bien, mañana me ayudarás a decidir que plantar y
compraremos semillas la próxima vez que bajemos al supermercado. ¿Te parece?

—¡Sí, sí, tomates, muchos tomates! ¡Y fresas! ¡Guisantes! ¡Y…!

—¡Elena, cuidado!

El camino estaba lleno de charcos de agua por las lluvias caídas. En algunos casos, eran tan grandes que debíamos
caminar por el borde del camino para no llegar a casa llenos de barro. Ambos cruzábamos una zona embarrada en ese momento. Iba tan relajada que no vi donde pisaba. Mi pie se hundió en el barro, que a su vez, me hizo perder el equilibrio cayéndome hacia el lado donde había un desnivel.

Al ir cogidos de la mano, mi abuelo dio un respingo fuerte empujándome hacia el centro del camino, donde estaba el
gran charco de agua. La mala suerte se alió con él, que en ese gesto involuntario provocó que perdiera el equilibrio y cayera, rodando un par de metros hacia abajo.

Empapada de arriba a abajo y manchada de barro, miré asustada buscando a mi abuelo. Grité y lloré del miedo y del susto por esas décimas de segundo en las que, casi sin entender al cien por cien que había pasado, provocaron que mi abuelo cayera carretera abajo.

Mi abuelo, aun desorientado, miraba a su alrededor intentando apartar unas zarzas de su derecha, buscar un punto de apoyo y levantarse de nuevo. Un dolor insoportable le hizo caer de nuevo al suelo. Provenía de su pierna.
Tras un grito de dolor, observó con horror que se había partido la pierna, que tenía el pantalón manchado de sangre y que algo sobresalía por
debajo de su rodilla. Posiblemente un hueso partido que se abría paso a través de su carne. Cerró los ojos y soltó un grito de rabia y dolor contenido.

Mi brillo azulDonde viven las historias. Descúbrelo ahora