Viernes, 2 de julio de 1982
Nos situamos en el verano del año 1982. Era 2 de julio. Lo recuerdo porque mi padre había quedado con unos amigos para ver un partido de España en el Mundial de fútbol. Tres meses atrás, había sido mi décimo cumpleaños. Mis padres, mi hermano y yo siempre veraneábamos en casa de mis abuelos en agosto, aprovechando que son las fiestas a finales de la primera quincena. Pero ese año, fuimos antes, con la
idea de pasar casi dos meses allí. Me encantaba la casa de mis abuelos. Estaba situada en Hinojosa, un pequeño pueblo al noreste de Guadalajara. Eran dueños de una finca de aproximadamente doscientos metros cuadrados, repartidos en dos plantas.Era una casa reformada, que había sido ampliada unas cuatro veces. La última, con un gran cobertizo que hacía las
funciones de garaje, donde cogían perfectamente tres coches y un tractor y que aún sobraba espacio para guardar todo tipo de trastos. Vista desde fuera, me encantaba ver el contraste
del color rojizo de la parte baja de la fachada principal, en comparación con la zona del primer piso, que tenía un color grisáceo por el rebozado del cemento. Arriba, entre las tejas, la chimenea lucía discreta y en reposo hasta que se usara en los meses de más frio.Arriba, en la primera planta tenían un cuarto de baño grande, y cuatro habitaciones habilitadas como dormitorios, de las cuales dos daban a unos balcones y las otras dos tenían
ventanal. En la parte de abajo, básicamente era todo una única habitación, a excepción de otro cuarto de baño, más pequeño y funcional. Mi abuela había decorado la planta baja
de tal forma que hubiera distinción de lo que era comedor y de lo que era cocina mediante el sofá, una mesita y una maceta, colocada de manera estratégica. Así que para pasar
de la cocina a la mesa del comedor, había que dar una pequeña vuelta o saltar por encima del sofá, siendo este
segundo método mi preferido. Cada vez que saltaba por encima, mi abuela me miraba con preocupación, mi padre
con alegría y mi madre con cara de enfado. Me repetían una y otra vez que no lo hiciera y aun así, yo seguía desobedeciendo.
Mi padre se llamaba Manuel. Era comercial de productos farmacéuticos, especializado en salud dental. De media altura, moreno, aunque ya por aquel entonces, con canas que revelaban el paso del tiempo, siempre recién afeitado, bien peinado, con gafas, de aspecto risueño y alegre. Mi madre,
María, ama de casa, algo más seria que mi padre, también morena, de semblante más serio, y a la vez, mucho más cariñosa y paciente. Solo llevaba gafas para leer y siempre había destacado por sus enormes ojos verdes. Era más bajita que mi padre, algo menos de un palmo, había destacado de joven por sus increíbles ojos verdes y su largo pelo liso que le llegaba a media espalda.
Éramos dos hermanos. Emilio, que era dos años más grande, y yo. Risueño y alegre donde los haya, de una grandísima inteligencia, había nacido ciego y eso le había dado unas
cualidades extraordinarias. Tenía la nariz puntiaguda y a ambos lados, en sus mejillas, tenía unas pecas marrones que tenía de nacimiento. De niña, me gustaba recalcarle que aunque no pudiera ver, tenía un "súper-oído" y que solo por eso, debería de ser un superhéroe el día de mañana. A causa
de su ceguera, aún siendo la hermana menor, solía ser yo quien cuidara más de él y no al contrario.Mi hermano había memorizado cada metro cuadrado de aquella casa para poderse mover a sus anchas. No solo el interior, sino también el exterior de la casa, siendo el paso de una carretera cercana la única zona por donde no se movía libremente y sin nuestra supervisión. Aun así, mi abuelo
siempre intentaba que fuera lo más fácil posible para él, y no escatimaba dinero sin con ello la casa era más accesible para mi hermano. Aunque también lo hacía pensando en mí. Y es
que no me costó demasiado convencerle para que me comprara una mesa de pimpón con quien jugaba con los demás niños del pueblo durante horas.Más o menos donde terminaba la zona techada, había una barbacoa, también hecha por mi abuelo, donde nunca me dejaban acercarme. Pero era algo que me daba igual. Yo corría y jugaba por el jardín hasta que me avisaban que ya
estaba lista la paella y acudía entonces a comer.Mi abuela tenía muy buena mano en la cocina. Para ella, yo era su favorita. No ponía pegas a nada. Comía de todo. En
cambio, mi hermano no podía ver la verdura en su plato, teniendo que prepararle siempre algo a parte cuando hacía un asado con verduras. Además, mi padre también era algo especial, pero no por iniciativa suya. Unos ataques de gota le martirizaban desde hacía algunos meses y no podía comer
nada de carne roja, por lo que las barbacoas de carne, para él, debían incluir pollo sí o sí.
Todo esto era ajeno a mí, que vivía feliz jugando y riendo, siendo un poco ingenua de todo lo que ocurría a mí alrededor.No entendía ni de gotas, ni de dietas, ni de colesterol, ni de manías con lo verde. Pero también era algo normal. Solo tenía diez años.
Esos primeros días, mi abuelo había estado acondicionando cada metro cuadrado del jardín y parte de la montaña más cercana a la casa. Me había visto rascarme continuamente las palmas de las manos y daba por hecho, sin saber ni preguntar, que debía haber tocado alguna ortiga. Así que arrancó las pocas que vio y saneó parte de los arbustos cercanos.
Lo que él no sabía es que ese picor ya me venía de casa. Llevaba casi dos semanas así, y pese a que no se veía nada, el picor era horrible y por momentos me llegaba a desesperar.
Mi abuelo no tuvo conocimiento de esto hasta después de la primera semana. Y sobre todo, hasta después de aquella
fatídica caída.

ESTÁS LEYENDO
Mi brillo azul
خيال علميLa vida de Elena nunca fue fácil. A los 10 años descubrió que tenía el don de curar a la gente con sus manos. Su bendición terminó con el paso del tiempo convirtiéndose en su maldición ¿Quieres conocer su historia?