Capítulo 1

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        - ¡Venga, apúrense!- Masculló Vanessa con aire de picardía, escondida tras la espesura de los setos que circundaban aquel viejo hotel de nuestro barrio.

    Los demás la seguimos sin presentar objeciones. Siempre que a Vanessa Fuster se le ocurría una de sus osadas ideas, lo mejor era seguirla o quedarse al margen.

Resulta imposible no plantearse, habiendo conocido su carácter volátil y su muchas veces desagradable actitud, el por qué alguien desearía mantener cerca a una persona como ella. Es una cuestión bastante compleja, a decir verdad. Una que no he dejado de analizar en el correr de los años que precedieron a mi niñez, y quizás incluso durante la misma.

Es difícil reconocer razón alguna en tales circunstancias. Nuestra poco conveniente elección bien podría haber tenido que ver con el pavor que la extraña y a todas luces intrépida y sagaz actitud de la niña nos profesaba. O quizás también con el sentimiento de trascendencia que se sentía en el pecho durante cada una de las arriesgadas aventuras en las cuales Vanessa nos integraba. Tal vez por esas, o por razones un poco más intrincadas y enfermizas, fue que esa noche, mi hermana menor, Erika, Neal Darren –que vivía en la cuadra frente a la mía –y yo decidimos salir a la calle luego de cenar para acompañar a Vanessa en un supuesto plan que más temprano había mencionado vagamente.

Las luces del hotel estaban encendidas, y las ventanas abiertas dejaban ver a las personas que circulaban por la sala principal, recubierta de mesas y sillas para que los huéspedes gozaran de sus cenas y almuerzos sencillos.

No era un lugar extravagante. De hecho, era todo lo contrario; pequeño en comparación con otros negocios de su índole, y para cualquiera que hubiese tenido un par de ojos con los que verlo, algo carente de mantenimiento. Sin embargo, el hotel subsistía sin necesidad de mucho esfuerzo ni mejoramiento alguno a su aspecto poco pintoresco o elegante. Se manejaba con el público local, y la barra estaba abierta para los vecinos de Cabo Perla – el diminuto balneario donde todos vivíamos –, día y noche.

Parados frente a las puertas de ese edificio pintado de un llamativo color amarillo, circundado por un jardín muy poblado, la mayoría de nosotros ya comenzaba a imaginarse con bastante certeza en qué dirección estaban encaminadas innegablemente nuestras travesuras de esa noche. O hacia quién, en todo caso.

Cuando lo supe, más que satisfacción o miedo, me entró el irrebatible y ya conocido sentimiento de culpa anticipada que me colmaba cada vez que le hacíamos una de las nuestras a la pobre hija de los Sweeney.

Por alguna razón que escapaba al entendimiento de cualquiera de nosotros, aunque no a la curiosidad, Vanessa siempre había sentido una tirria muy profunda y poco justificada, según me lo parecía a mí, y un insano desagrado hacia Cal Sweeney; razón por la cual no desaprovechaba oportunidad alguna para gastarle una que otra broma pesada o, dicho de forma más verosímil, maquinar alguna maldad en su contra.

Las veces que le pregunté al respecto, o se limitaba a contestar con una evasiva, o comenzaba a despotricar diabólicamente – como sólo ella era capaz de hacerlo –contra la chica, citando una que otra ocasión en la cual era posible aplicar sus observaciones.

Era difícil creer una sola palabra de lo que decía. Cal fue la primera en acercarse a mí el día que llegué a Cabo Perla, y bastaron nada más que unos minutos para darme absoluta cuenta de que por donde se la viera, Cal Sweeney era la criatura más inofensiva sobre la faz de la tierra; con su menuda y delgada figura, su aire distraído y soñador, su innumerable colección de overol de colores y sus lentes gruesos y remendados por sobre el puente de la nariz.

Nadando contra la corriente (Lesbian)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora