8 PM

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—¿Eh? ¿Tú eres...?

Ella suspiró, derrotada. Tenía la mirada baja y los labios le temblaban levemente.

—Ya no se puede abrir —dijo finalmente.

Leonardo parpadeó, se volvió un momento a mirar la puerta y luego la miró a ella, confundido.

—¿Qué cosa?

—La puerta —empezó a decir—, ya no se puede abrir la puerta.

Leonardo frunció el ceño, se volvió de nuevo hacia la puerta, como el heroico Poirot se vuelve hacia el culpable cuando descubre que hizo el crimen del día, y trató de girar la perilla.

Por todos los cielos, no giraba.

—¿Pero qué...? —susurró, para él mismo.

Miró por unos segundos la puerta. Parecía un muro firme y pálido que les separaba del mundo exterior, de la gente y de la música que chillaba por todos lados, que se imponía ante ellos como un coloso sacado de epopeyas. Con todas sus fuerzas trató de empujar la puerta para que abriese, pero nada servía. Parecía estar trancada con millones de mecanismos, con pequeñas tuercas invisibles hechas por algún científico loco de esas películas animadas para niños.

Carraspeó.

Golpeó la puerta de nuevo, la empujó, e incluso le dio un puñetazo, como se lo había dado a Alonzo Parisi minutos antes, cargado de rabia y de euforia. Pero incluso todo ese esfuerzo fue en vano, y lo que le hizo fue, en realidad, dejarle tres marcas extrañas en la muñeca y un dolor punzante en los nudillos.

—¡Oigan! —vociferó, mientras golpeaba la puerta de nuevo, aunque un poco más suave que las veces anteriores—. ¡Abran la puerta!

Y golpeó, y golpeó más fuerte, pero nadie acudía. Afuera se escuchaba la música como un ilógico murmullo y en ese momento Leonardo extrañó a Lucia Conte. E incluso a las chicas danesas y aquel imbécil que le había sacado todo el aliento.

—Llevo rato intentando eso —admitió Mars. Soltó otro suspiro, y se sentó en el suelo. Tenía los ojos brillosos, y la expresión de su rostro se estremecía de nerviosismo—. Nadie escucha, y la puerta..., la puerta parece no tener señales de querer abrirse.

—Menuda mierda —murmuró Leonardo, algo preocupado—. ¿Ahora qué?

—No lo sé —se sinceró Mars. Luego abrió la boca, que aún conservaba el tono rosado del labial, y la volvió a cerrar, sin decir nada.

—Menuda mierda —repitió Leonardo—. Me hubiese ido a esa fiesta de los Cavizzi.

Bajó por completo los escalones, y se sentó en el piso, justo al lado de Mars. Suspiró, miró hacia todas partes, sin saber muy bien qué hacer, y finalmente cerró los ojos, como pensativo.

—Oye —murmuró Mars.

Él entonces abrió los ojos, curioso, y la miró.

—¿Qué?

—Por favor, sácanos de aquí —imploró ella, con los ojos brillosos de nacientes lágrimas—. Tengo un poco de claustrofobia y andar encerrada no me gusta para nada. En serio, te lo suplico.

El calló por un momento, contemplándola escrupulosamente.

—Tú eres Mars, ¿no? —preguntó.

Ella asintió levemente. Respiraba por la boca con bastante irregularidad, como si hubiese corrido en una maratón. Tenía el cabello amarrado en un moño improvisado —mucho más potente que la coleta que se había hecho tiempo atrás— y estaba agarrándose de las manos, con los nervios invadiéndole el sentido común.

Una noche contigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora