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3. La gente cambia, pero... ¿a qué precio?

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Estoy caminando por las extensas calles de la ciudad del sur. Llevo puesto el saco más pesado que traje, mis botas de lluvia, a pesar de que el cielo está despejado, y un grueso pañuelo de lana que me cubre desde el cuello hasta la nariz. Nadie bromea cuando habla sobre el frío que hace de este lado del país.

La gente de aquí ya está acostumbrada. Algunos hasta sueltan disimuladas risitas cuando me ven pasar. Pero yo nunca salgo de la soleada capital. Y no creo poder acostumbrarme al frío jamás.

La última vez que estuve aquí fue hace unos meses. Había venido para un seminario de arte, por lo que usé esa misma excusa ahora, porque no puedo decirle a nadie la verdadera razón que me trajo aquí.

Recuerdo que en ese viaje me había acompañado la señora Lester, la madre de Eliot. Había fingido estar interesada en el arte, pero luego me confesó que sólo vino para ver a su hijo.

Estuvimos muy cerca de encontrarnos esa vez, pero él se disculpó con ella alegando que no tenía tiempo. Y suspendió la visita.

Debería haber sospechado que se había vuelto un patán. Pero no tenía idea de cuánto había cambiado, por lo que en ese tiempo pensé que en realidad le resultó imposible.

Además, Eliot no me interesaba de manera alguna. De hecho, me había pasado ese fin de semana entero pensando en Henry, el otro amigo de infancia de mi hermano, quien me gusta desde que lo veía jugar al fútbol mientras su cabello rubio ondeaba al viento.

Pero Henry nunca se fijó en mí. Y luego de unos años, su familia se mudó aquí, al sur. Y, al igual que la última vez que estuve aquí, no hubo segundo desde que bajé del avión en el que no he querido ir a buscarlo.

Sin embargo, papá no pensó en él cuando le dijo a mamá que necesito alguien que me cuide. Pensó en Eliot.

Para papá, siempre ha sido Eliot.

El cielo ya se ha oscurecido y estoy a punto de arrancarme todos los cabellos, literalmente, porque cuando me da ansiedad me estiro uno a uno cada pelo de la cabeza. Es un tic que tengo desde niña.

Mi avión saldrá temprano en la mañana y si no tengo noticias suyas, de todos modos tendré que volver a la capital.

Me acomodo en un puesto callejero y pido algo de cenar. La carpa que cubre el techo del lugar me sirve para calmar un poco el frío que me hiela los huesos. Aun así, no dejo de temblar. Porque pasan los segundos, minutos y horas sin que Eliot me dé una respuesta. Lo peor de todo es que no sé si tiene forma de dármela. No me ha pedido un número de contacto ni sabe cuál es el hotel en el que me hospedo.

¿Y si lo ha averiguado y ahora me está llamando a la habitación?

Tal vez debería volver. Probablemente hice mal al salir.

Maldita sea.

Abono mi comida y vuelvo al hotel casi corriendo. Pero ni el conserje ni el gerente tienen recados para mí. Solicito que miren el reporte de llamadas pero no, nadie ha intentado ponerse en contacto con mi habitación.

Me tiro en la cama pensando que lo más probable es que Eliot no aparezca.

Lo mejor sería buscar a Henry, fingir que me encuentro con él por mera casualidad y esperar que no haya hecho ya una vida con otra persona. A pesar de que él nunca había demostrado ningún interés en mí, podría deberse a la diferencia de edad que hay entre nosotros y que, ahora que ya somos más grandes, no tiene la importancia que tenía en esa época.

Con un poco de suerte, ese plan podría salir bien. Yo estaría con quien quiero y eso tal vez logre darle a papá una cierta paz. No será lo que él espera, pero al menos será mejor que nada.

Hasta que SU muerte nos separe (Completa✔)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora