Tren a Retiro

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 "Ya sea que nos merezcamos esto o no, ya sea que estos sean los días más oscuros o la felicidad más brillante, hemos sido guiados por el amor. ¿Cómo puede algo salir mal cuando somos guiados por el amor?

-Morgan Parker"

***

No sabía si partía, o volvía. Lo cierto es que ninguno de aquellos lugares era mi casa, entonces me movía entre ellos como quien va y viene de un sitio cualquiera. Siquiera la ciudad resultaba ser mi hogar y, he de decirlo, a veces me sofocaba. A lo dicho, ¿Podía un lugar ser mi casa cuando todo, sin él, resultaba ser tan extraño?

Tomé el tren en San Isidro.

Durante las primeras cuadras pude ver las casas de tejas rojas que había vislumbrado días antes desde el avión. Había miles, y cada una de ellas tenía una pileta en el jardín trasero. Todas y cada una. Me produjo cierta especie de rechazo verlas desde la altura, tantas y todas juntas, como grandes terrenos delimitados que las separaban elegantemente de las conglomeraciones de techos de chapa, pegados unos a los otros hasta el punto en que no se veía ni un mínimo espacio entre ellos, lo que dificultaba y hacía más triste la tarea de imaginar qué se ocultaría debajo. Aunque por supuesto aquel contraste no era culpa de ninguna de esas personas. De hecho probablemente se lo merecían, habían trabajado para eso, pero algunas perspectivas, tales como las de un avión, o un tren, me hacían preguntarme por qué algunos sí y otros no. Eso es todo.

El trayecto pareció eterno. Hay distancias eternas, me dije, distancias físicas y de silencio, silencios que marcan y llevan la cuenta de la falta, de cuánto tiempo ha pasado desde que dos almas se encontraron. Los peores, vale mencionar. Pobre de aquellos que los padecen. Pobre de mí, que mataba tal aburrimiento viendo pasar Buenos Aires por la ventana. Vi convertirse gradualmente las casas en edificios. De oficinas y de residencia. De los últimos, algunos en perfecto estado, construcciones modernas con grandes ventanales, otros con ventanas pequeñas, muchas veces con postigos gruesos de madera, pintados de colores anticuados, cerrados para protegerse el calor, la pintura de las paredes corroída y descascarada, algo sucia. Me gustaba ver de refilón los balcones y preguntarme cómo sería la vida de aquellas personas. Vivir junto a las vías, oír el raudo avance de un tren cada 10 o 12 minutos. Veía gente por doquier. En el vagón, en la estación, en los autos, en departamentos o balcones. Veía personas en sus piscinas, en sus casas de tejas rojas, desde el avión. Me preguntaba que tormentas se cernirían sobre sus corazones. Si al caminar al trabajo, o a hacer compras, o a visitar algún amigo, pensarían en tal o cual cosa. Me preguntaba cómo podría alguien acostumbrarse a vivir en una oscuridad y vacío tan inmensos. Si tal vez al recostarse por la noche se preguntaban por qué no habían sido suficiente. ¿Quién merece tal soledad?

En el camino vi una mujer dormirse en su asiento. Dos chicos, que rondarían la edad de mi hermano menor, pasar vendiendo sus productos. Ya no recuerdo qué era, pero me impresionó y entristeció. Me bajé en Vicente López para hacer la conexión. ¡Casualidad! Estaban arreglando un tramo de las vías. El calor era sofocante. Me desorienté en cuanto bajé del colectivo, debo haber perdido mínimo dos trenes hasta que logré llegar a la estación provisoria. Vi personas quejarse de las feministas, la educación y de la política. En menos de un minuto y logrando incluir todo en dos frases. La habilidad de quejarse de las personas alcanza límites insospechados.

Me subí al segundo tren, pensé en el abismo que puede una sentir en una ciudad tan grande como la capital. Iba y venía en tren, en auto, caminaba por el centro de algunos barrios importantes, llenos de luz y actividad nocturna y, aún así, el vacío conseguía ser inmenso. Cuan sencillo era perderse en cualquiera de las mareas que entraban y salían de cualquier lugar. Había tantos. Fue extraño pensar que, al menos allí, quizás era la única que pensaba en él todo el tiempo, casi como una urgencia, una promesa de regreso. Bien sabía yo que no me esperaba, y hacía un tiempo que había dejado de importarle, pero en medio de las apabullantes multitudes que solían arrastrarme de aquí a allá sin rumbo fijo, guardaba su nombre como un secreto, como aquel bien preciado a lo que todos aquellos eran ajenos menos él y yo, como la llave que me volvía menos gris que el resto, que me hacía brillar en esa oscuridad plena de formidables luces de neón. Ironía.

Tren a RetiroWhere stories live. Discover now