La realidad golpeó a George como peso muerto y el alma se le cayó a los pies cuando vio el cuerpo exánime de Fred.
Se sintió ingrávido mientras el corazón se le iba deshilvanando dolorosamente a causa de la pérdida. De repente dejó de oír, de ver, de respirar. La soledad lo sobrecogió.
Fred estaba muerto.
Muerto.
Perdió dominio de sí, abandonando sus acciones a la penuria cuando le acarició la cara con la expresión crispada y las manos temblorosas. Tenía la piel helada y el fantasma de una sonrisa aún podía divisarse en sus facciones; apenas un vestigio de todo lo que él había sido.
No quedaba en él ni el más mínimo hálito de vida a pesar de que sus ojos buscaron cualquier indicio de ella con desesperación incontenible. Cuanto más lo miraba George, la persona yaciente frente a él comenzaba a perder su familiaridad, como si todo el tiempo hubiera estado observando el rostro de un extraño.
Comprendió entonces que ese no era su hermano, sino un recipiente vacío de su vivaz esencia, marchito y roto por las calamidades de la guerra.
Fred se había ido y sin embargo, George era capaz de sentirlo en los rincones más recónditos de su entorno. Estaba presente en los sollozos de su madre, en los ojos llorosos de su padre, en los gimoteos de Percy... y por sobre todo, en el enorme hueco que se instaló en su pecho tras su partida.
Fue incapaz de verlo por más tiempo y el dolor volvió a asaltarlo con magnitud avasalladora. La garganta le ardía por las lágrimas contenidas y el cuerpo se le sacudía en temblores incontrolables, sediento de consuelo.
Lo encontró entre los brazos de su madre.
Bastó con que ella lo mirase con los ojos refulgiendo de compresión, dos pozos inundados de pesar, idénticos a los suyos. Se aferró a ella y dejó que su calor lo cobijara mientras el cuerpo se le deshacía en una elegía desenfrenada.
Y enajenado debido al sufrimiento, un solo nombre acudía reiteradamente a sus pensamientos frenéticos.
Fred, Fred, Fred...
》》》
Reescrito, y posiblemente, arruinado.