Capitulo uno (Veintidós años más tarde)

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Sueño con el chico del ábol y, en el momento exacto en que estoy a punto de oír la respuesta que estaba esperando, los focos de las linternas me arrancan de lo que podía haber sido uno de esos momentos perfectos de clarividencia de los que la gente habla durante toda su vida. Si fuera propensa al dramatismo, podría imaginar que mis suspiros se habían oído desde la verja del colegio hasta el pueblo, más abajo.
La pregunta resulta obvia: "¿Por qué las linternas". Encender la luz continua a mi cama hubiera resultado mucho menos visible y llamativo. Pero si algo he aprendido en estos últimos cinco años es que el melodrama desempeña un papel especial en las vidas de las personas de la escuela de Jellicoe. Así que, mientras mis mayores mueven las bocas y amenazan con las manos, vuelvo a pensar en mi sueño del chico, porque en él encuentro alivio.  Me gusta esa palabra. La convertiré en mi palabra del año. Hay algo en este chico que, sencillamente, me hace sentir que pertenezco. Pertenecer. Suena como llegar a ser. Extraña palabra, pero, dejando de lado la semántica, está ahí arriba, con alivio.
En algún punto de ese mundo brumoso que nones ni aquí ni allá, estaré colgada de ese árbol, rodeando la rama con las piernas, con las manos bien abiertas, agarrando el aire embriagador y perfumado de olor dulce del roble. A mi lado, siempre, ese chico. No sé como se llama, ni tampoco sé porque me llama, pero siempre está allí, poniendo la misma música en uno de esos reproductores de casetes de los años ochenta, una canción sobre árboles de vivos colores y sentimientos eternos por los amigos que hemos dejado atrás. El chico me deja participar y yo canto cada vez la misma estrofa. En ese momento él tiene los ojos acuosos y me provoca una nostalgia que no tengo motivo para sentir, pero que me resulta igual de punzante. No acabamos de llegar nunca al final de la canción, y cada vez que me despierto, me acuerdo que tengo que preguntarle sobre estos últimos versos. Pero, no sé muy bien por qué, siempre se me olvida.
Le cuento historias, muchas historias. Sobre la escuela de Jellicoe y sobre los paisanos y los Cadetes de una academia de Sydney. Le cuento la guerra que libramos entre nosotros por el territorio. Y le cuento sobre Hannah, que vive rn la casa inacabada junto al río, tocando a la escuela de Jellicoe. Hannah, que es demasiado joven para estar ocultándose del mundo y demasiado lista para limitarse a organizar los pases de fin de semana para los chicos de mi casa.
Hannah, que cree que me conoce perfectamente. Le cuento sobre la vez cuando hacía octavo, justo después de que el Ermitaño me susurrara algo al oído y luego se disparara, cuando fui a buscar a mi madre pero solo llegué a medio camino. Le cuento que eché las culpas de ello al Cadete.
El chico del árbol solloza desesperadamente cuando le cuento lo del ermitaño y mi madre, pero cada vez que menciono a Hannah se le ilumina la mirada. Y cada vez me pregunta: "Taylor, ¿y qué hay del Brigadier que te vino a buscar ese día? ¿Que fue de él?". Intento explicarle que el Brigadier no tiene importancia en mi relato, pero él siempre mueve la cabeza, como si supiera algo más que yo.
Y hay veces, como esta, en que se inclina hacia mi para recordarme lo que me susurró el ermitaño. Se acerca tanto a mi que siento su olor a árbol de té y a sandalo y aguzo el oído para que no se me olvide nunca más. Aguzo el oído, con la necesidad de saber, porque, de alguna manera, por motivos que desconozco, lo que dice será la clave de todo. Se acerca a mi y me susurra al oído...

-¡Es la hora!

Vacilo un par de segundos, por si acaso el sueño siguiera flotando en el aire y pudiera volver a meterme en él en este momento crucial. Pero el foco de las linternas me daña los ojos y cuando logro apartarlos puedo ver la impaciencia ignorante reflejada en los rostros de mis mayores.

-Si quieres que te asustemos, Taylor Markham, te asustaremos.

Salto de la cama y me pongo el jersey y las botas y agarro el inhalador.

-Lleváis pijamas de franela -les recuerdo, tajante -, ¿Cómo queréis que os tenga miedo?

Me llevan pasillo abajo, más allá de las habitaciones de los mayores. Veo a las otras chicas de undécimo curso de pie ante sus puertas, mirándome. Algunas, como Raffaela, intentan cruzar la mitada conmigo, pero yo no se lo permito. Raffaela me hace poner sentimental y en mi vida no hay lugar para sentimentalismos. Pero, por un solo momento, me acuerdo de aquellas primeras noches en la residencia, hace cinco años, cuando Raffaela y yo nos tumbábamos de lado y ella escuchaba una historia de la que yo ya no me acuerdo, de cuando vivía en la ciudad. Pero siempre me acordaré de la mirada de horror en su cara "Taylor Markham-me dijo-, voy a rezar por ti". Y aunque tuve ganas de burlarme de ella y explicarle que ya no creía en nada ni en nadie, me di cuenta de que nadie había rezado nunca por mi. Así que se lo permití.

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⏰ Última actualización: Jan 12, 2021 ⏰

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