Capítulo Tres

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—Me costó esfuerzo contárselo. El cielo resultaba molesto, tan cubierto de nubes y tan blanco. Normalmente, si uno salía antes de tiempo de clases, se dirigía hacia el instituto del otro. Esta vez salió él antes y lo vi cuando salía, con mi mochila. Era el día siguiente. Hablábamos sin más ni más, hacíamos el tonto como para variar. Pero esta vez, en lugar de dirigirnos a nuestra casa, yo me fui en dirección a la Plaza Dam, que entonces no tenía el obelisco dedicado a los soldados holandeses abatidos en la Segunda Guerra Mundial —lo dice con asco, casi lo escupe—. Me preguntó que adónde iba. Le pedí que me siguiera. Nos sentamos en unos escalones en la plaza. “Tengo algo que decirte”. Me sudaban las manos. Le miré. Tenía los ojos inundados, el corazón a mil. “No sé cómo contártelo”. Me cogió del brazo y frunció el ceño como invitándome a hablar. Inspiré, solté el aire despacio. “Ha llegado una carta a casa”, susurré. En ese instante él sabía perfectamente a qué me refería. Me abrazó y yo solo pensaba en lo que cabrones que eran esos alemanes. No Blaz ni sus padres, sino todos esos que llevaban a cabo las órdenes del Führer. Después, me cogió de las mejillas, y con su expresión seria me dijo: “Voy a ver qué puedo hacer, ¿vale? No os va a pasar nada malo, Jan”.

»Ese día no fui a almorzar. Dejé que Blaz se marchara a comer a su casa, yo no tenía apetito. Estuve rondando por la ciudad hasta las cuatro y pico. Cuando regresé, me topé con Giselle sentada a nuestra mesa en el comedor. En el lado opuesto de la mesa se hallaban papá y mamá. “Hola, muchachito”, saludó. Le di los buenos días y pregunté amablemente qué hacía allí. “Blaz nos lo ha dicho. Vais a esconderos en nuestro sótano”, me dijo sonriente. “Cariño, ve a recoger tus cosas. Ropa y zapatos, sobre todo”, comentó mi madre.

»“Muchísimas gracias, Giselle”, le agradecí de veras.

»Subí las escaleras y, al entrar en mi dormitorio, me cambié la ropa. Cogí dos pares de zapatos y bastante ropa, toda la que creí necesaria. Vacié la mochila y dejé que los libros de texto cayeran sobre la cama junto con los cuadernos y el estuche. La sacudí para dejarla completamente vacía. Entonces cayó una hoja de libreta doblada dos veces. La desdoblé con curiosidad. No tenía ni idea de quién podía haber sido. Cuando la tuve estirada, leí:

«No sé si está bien, pero recordaré ese beso cada mañana en América.
Te aprecio no sabes cuánto.
—William Maessen».

»A saber cuánto tiempo llevaba ese mensaje ahí, desapercibido e invisible. Por lo menos, meses. Traté de recordarle por última vez. Esos ojitos verdes claro. Esos cálidos labios. Esas mejillas sonrosadas. Ese pelo que no se sabía si era rubio o pelirrojo, o los dos a la vez. De repente, le eché muchísimo de menos y me entraron unas ganas horribles de volver a besarle. Pero ya no podía, claro está.

»Acabé de reorganizar lo que iba a llevarme. Guardé dos cuadernos y dos lápices, junto con una goma. Con cuidado, metí también el álbum de fotos de mis hermanas y yo. Lo demás eran prendas y calzado.

—¿Y os movisteis de casa ese mismo día?

—No. Esperamos a la noche. No queríamos llamar la atención de ningún vecino aunque conocíamos a la mayoría porque en la guerra, más que nunca, vi que la traición y la repentina desconfianza predominaba en cualquier lugar que no fuera un campo de batalla. Así pues, a las tres de la madrugada salimos para volver a entrar en la casa de los Kähler.

»Reconocía perfectamente aquella casa. Había pasado tanto tiempo allí con aquella familia. De hecho, los consideraba parte de la mía, como si fueran mis tíos y mi primo hermano. O bueno, quizás a Blaz un poquito más —se ríe, risueño. Y yo pienso en lo agradable que tenía que ser haber conocido a ese hombre, en el buenrollismo que transmite tan solo con la voz.

Y mamá también se ríe con él. Mi madre más bien era una mujer seria. Y escuchar su risa de nuevo... Recuerdo su humor un tanto negro, cuando bromeaba diciendo que estaba destinada a acabar así porque su signo zodiacal era cáncer, y pues que al menos una vez el zodíaco le había adivinado algo... puto cáncer...

—¿Y cómo os recibieron?

—Pues bien, naturalmente. Mi madre y mis hermanas saludaron a Giselle con tres besos. Mi padre y yo saludamos a Walter con un apretón de manos. Justo en ese momento Blaz bajó las escaleras. Cruzamos miradas cómplices y le sonreí honesto. Luego nos hicieron una visita hacia nuesto nuevo establecimiento. Donde estaba la puerta, la habían escondido tras un armario de madera. Cuando veías el interior del armario, en el fondo se encontraba la puerta del sótano disimulada como si fuera la pared, y se abría empujando. Una vez bajamos, una bombilla colgaba del techo de un cable. Había tres colchones sobre el suelo y un montón de mantas en una esquina. Había una mesita incluso. En cajas de madera ordenamos nuestras prendas. En la mía escondí mis dos cuadernos y mis lápices. Tras acabar todo esto, tuve ganas de llorar. De llorar de alegría. De esperanza. Porque podríamos escaparnos, seguir viviendo. Quise abrazar a aquellos buenos alemanes. Y sin embargo, permanecí junto con mis hermanas. Pasé el brazo por los hombros de Diantha, que era más baja que yo, y le cogí la mano a Sanne, y le dije: “Eres la chica más valiente que conozco”. Simplemente me dedicó una sonrisita. “¿Y yo qué?”, preguntó Diantha con sorna. “¿Tú? La más idiota”.

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⏰ Última actualización: Apr 07, 2019 ⏰

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