Otro año estaba a punto de terminar y Federico Alcalde, leonés soltero de treinta años y encargado de tienda de una agencia de turismo en el centro de Madrid, se esforzaba por no derrumbarse. No levantaba cabeza desde su abandono del seminario durante la víspera de ser ordenado sacerdote, hará ya cinco años.
Ninguno de los tres deseos que hubo pedido el año anterior —los mismos que demandaba año tras año— se habían cumplido:
Primero: Sin novia. Tras rechazar la sotana, intentó aproximarse al sexo opuesto —consciente de que no hay acoplamiento sin acercamiento—, pero un vestigio aún latente de pavor ex seminarista hacia las féminas se lo había impedido. Federico sufría el celibato con resignación, ante su firme negativa a convertir el acto amoroso en una burda transacción comercial.
Segundo: Sin aprender inglés, imprescindible si quería promocionar en la compañía.
Tercero: Sin dinero. Teresa, su millonaria tía solterona de noventa y seis años, seguía sin diñarla, circunstancia que lo condenaba a una indecorosa existencia mileurista.
Como cada miércoles de libranza, se levantó temprano y tomó un tren para ver a su amigo Bernardo, sacerdote y antiguo compañero suyo en la Facultad de Teología de Burgos. La diócesis había enviado al prometedor Bernardo a un pequeño pueblo ganadero, a treinta kilómetros al norte de Madrid. A Federico, el trayecto se le iba en un santiamén, dedicado a su gran afición: los sudokus.
Federico admiraba a su amigo, un ejemplo de rectitud y de humildad. Envidiaba por encima de todo su vocación sacerdotal sin fisuras. Hoy más que nunca le urgía verlo. Sus consejos espirituales lo ayudaban a enfrentarse con entereza a las vicisitudes y sinsabores de la vida.
Quedaron en un mesón gallego próximo a la iglesia para tomar un café y charlar plácidamente, arrullados por el intenso aroma a grelos cocidos.
Sin embargo en esta ocasión, Bernardo no se mostró tan compasivo con su amigo, pues acusaba su desengaño anual al escaso carácter filantrópico de sus dos deseos (el tercero lo ignoraba).
— No te ofendas, Fede, pero Dios tiene otros deseos más importantes que conceder: mujeres, inglés… En fin, ¿qué fue de aquello que ibas pregonando con tanto fervor en el seminario de erradicar la guerra y el hambre en el mundo?
— No te lo tomes a mal, pero aquel discurso era más propio de una candidata a Miss Mundo que de un futuro sacerdote. Además, para que un deseo se cumpla ha de tener una mínima base “realista”.
— Ya. Tan realista como lo de tu inglés, ¿no? —apostilló Bernardo, irritado por su cinismo.
La observación, aunque merecida, hirió a Federico, consciente de su absoluta incapacidad para aprender aquel idioma fullero. Cada vez que intentaba hablarlo le embargaba tal retraimiento que lo dejaba bloqueado. Lo mismo le sucedía con el francés que cursó en el seminario.
— Tanto latín en la carrera para nada. Me siento estafado.
— Sigo percibiendo mucho resentimiento en ti. Fede, que sepas que a mí tampoco se me cumplen algunos deseos —cambió de tercio Bernardo, cansado de sus constantes quejas y su tono victimista—. Llevo más de tres años rogando a Dios que algún día pagues tú los cafés, pero no hay manera.
El reproche quedó suspendido en el aire un largo minuto.
— Perdóname, Fede, pero también debemos poner algo de nuestra parte. No siento en ti el espíritu navideño. Escucha, lo primero es dejar de torturarte. La vocación se tiene o no se tiene. No es culpa tuya. Dios ha querido que tú tomaras otro camino.