Comencé a escuchar estruendos, gente gritando; también veía gente corriendo a mi alrededor, desesperada. La naturaleza de mi cuerpo ante estas situaciones fue la de paralizarse. No reaccionaba; ni quería huir, ni quería voltear. Sin embargo, eso terminé haciendo. Con movimientos lentos y sutiles fui volteando poco a poco hasta observar la entrada de abasto que estaba apenas a unos metros de mí. Observé a tres hombres vestidos completamente de negro, con capucha. Cada uno con un arma más grande que su brazo. El de la derecha disparaba a todos los transeúntes que no tenían que ver con nosotros. «No puede ser» pensé en la mujer con la que estuve hablando minutos atrás. Esperaba realmente que ya se hubiese ido... o estaría muerta.
El hombre de la izquierda disparaba para el cielo, sin ningún motivo, sólo de amedrentar. El del medio nos apuntaba con su gran arma a nosotros. Era el cabecilla, aquel que daba las órdenes. Intenté no verlos mucho, para que no la tomaran en mi contra, pero ver a otro lado así era imposible. Algo se había revuelto en mi estómago observando la sangre en el suelo y algunos cadáveres alcanzados por las balas que no tenían destino.
—Esto es un asalto —repitió el hombre de en medio y se adentró a la tienda. Mi corazón dio un vuelco cuando se acercó a la cajera—. Dame todo el dinero.
La cajera hizo lo más tonto que alguien pudiese hacer en esas situaciones: forcejeó. La muchacha se puso reacia a entregar el poco dinero que había generado ante el ladrón. El hombre insistió y ella, temblorosa, negó con la cabeza. En ese caso no sabía a quién le temía más: al hombre armado frente a ella o a los gritos de su jefe por quedarse sin dinero. Apretó el gatillo y yo cerré los ojos ante el fuerte sonido del impacto. «Se lo merecía, pensé, por estúpida». Me asusté de mi propio pensamiento macabro y luego la comprendí. No todo reaccionamos de la misma manera.
Había una mujer justo en la caja que estaba lista para pagar sus víveres. La pobre había visto todo aquello en primera fila, con asientos VIP. Sólo podía ver su espalda y cómo se movía indicando sollozos que no podía escuchar. El hombre inmediatamente fue hasta ella y le pidió todo lo que tenía, la cual se lo dio sin rechistar. Creí que la mataría o le haría algo, pero en su lugar la dejó libre. Caminó unos pasos más allá, hasta un hombre regordete, medio calvo. El hombre llorando le dio los pocos billetes que tenía y su celular; era un triste artefacto que ni siquiera era táctil.
—¿Qué rayos crees que haré con esto? —gritó el ladrón todo colérico, lanzándole bruscamente el celular al rostro y, posteriormente, matarle en el acto.
Con los ojos en blanco, observé cómo el hombre se desplomaba en el suelo y la taquicardia vino a mí. Sobre todo... toqué mi bolsillo buscando el aparato. De igual modo sólo tenía un celular de teclas, que apenas se le veía la mitad de la pantalla. Estoy muerta.
Observé cómo el hombre caminó hacia mí y mi respiración de volvió irregular. Tenía miedo, mucho miedo. Me iba a matar. En lo que se iba acercando alcé mi celular ante él, el mismo equipo que le costó la vida a ese hombre.
—S-sólo tengo esto —mi voz sonó entrecortada y tragué con mucha fuerza.
El ladrón posó su vista en mí y desde ese punto pude notar sus ojos azules intensos. Llevó su vista a mi celular y así hizo unas tres veces. Me arrebató el celular de las manos y siguió su camino, pidiendo a los demás sus pertenencias. Sentí cómo me volvía la sangre al cuerpo y me controlé por no llorar. «Sólo nos quitará las cosas y se irá». Pero qué lástima que mis pensamientos ingenuos no estaban en lo correctos.