Realmente no sé cómo pude pensar que hasta allí llegaría todo. Creí y me aferré a la idea en mi interior que sólo nos quitaría nuestras pertenencias y huiría a cometer más fechorías de las que, supuse, estaría completamente acostumbrado. Sin embargo, lo que creí que era un simple mal sueño se convirtió en una pesadilla.
Busqué refugio rápidamente en algún lugar de la tienda, pero no supe dónde. Mi mente estaba bloqueada y al mismo tiempo trabajaba a gran velocidad, como si todas las ideas se acumularan, chocando contra una puerta que no les permitía el paso. Y no supe cómo, no recuerdo en qué momento, me hallaba a mí misma al fondo de las cajas registradoras, sentada en el suelo y abrazada de mis piernas. La tienda estaba en una tensa calma, como en el ojo del huracán, sabía que algo terrible podía pasar en algún momento, pero yo me mantuve lo más serena que mi cuerpo me permitía y, de ser posible, colaborar con todo lo que pudiera hacer... todo fuese por sobrevivir.
Pero simplemente estuve en aquella posición por largo tiempo, inmóvil y expectante a cualquier movimiento que el asaltante pudiera realizar. A esas alturas, había cerrado las puertas del local; nos había secuestrado. ¿Realmente qué quería de nosotros? ¿No le bastaba con despojarnos de nuestros objetos y haberse cobrado la vida de unos cuantos inocentes? Los cuales, por cierto, yacían en el suelo teñido de carmín, que a medida que transcurría el tiempo se oscurecía por causa de los coágulos.
De pronto, escuché gritos de una discusión. Me oculté lo más que pude detrás de la caja y desde ese punto podía distinguir a los hombres que eran culpables de toda esta desgracia. Tan sólo había dos y como si no temieran a nada se había quitado sus capuchas. Claro, ¿qué iban a perder? ¿Que los reconociéramos y los acusáramos con la policía? Como si fuésemos a salir vivos de eso; el futuro es incierto en esos momentos y se observa como una mancha borrosa, inexistente.
Tan sólo había dos hombres, repito. El tercero nunca supe de él, ni dónde estaba, ni qué hacía. Pero esos dos parecían discutir sobre algo importante. El primero de ellos, uno moreno bajo, intentaba persuadir al otro, un rubio corpulento, de algo que no podía entender, salvo una que otra palabra que llegaba hasta mí. Claro, su conversación se escuchaba por todos lados, pero el terror que sentía en aquellos momentos no me dejaba pensar con claridad.
—Déjalo así, es suficiente. —Me pareció haber escuchado del moreno—. Tenemos lo que queremos, más nada. Ya vámonos.
Por lo que entendía, al parecer sus planes originales no eran más allá que robar unas cuantas cosas. Aunque, pensándolo mejor, ¿para qué esas armas largas? O era quizá para asustar y las cosas se le salieron de las manos.
Cuando creí que no me podían impactar más, el hombre rubio, en un ataque de cólera, comenzó a golpear al más bajo, mientras gritaba incoherencias. La rabia que expresaba era imposible de describir, no sabía qué era aquello que le molestaba o cuál era su problema, pero de lo que estaba segura es que seguro aquel hombre era un psicópata, necesitado urgente de algún psiquiatra que debía ayudarlo. Siguió golpeando a su propio compañero, con los puños y con todo lo que podía encontrar. Sonaba tan fuerte que, instintivamente, cerraba los ojos a causa de cada martilleo. Mi corazón se aceleró y respiré hondo intentando mantener la calma ante aquella situación. Lo estaba matando. Un cadáver más a la lista de los que se hallaban presentes. Y lo que más me angustió: si eso era con su propio compañero de fechorías, ¿qué quedaba para el resto de nosotros? Realmente tenía miedo, realmente estaba asustada. No quería ver, no. Pero algo en mi me hizo observar de reojo. Vi al hombre rubio jadear mientras veía el resultado de su acción violenta. Estaba todo sudado y se podía leer en su rostro que ni siquiera era humano. Porque estaba segura que aquello era un demonio. Yo no podía ver aquello que tanto contemplaba, ya que las mesas de los cajeros no me permitían distinguir nada de lo que ocurría en la entrada de la tienda, donde estaban ubicados. Pero lo que si podía ver era la sangre fresca que chorreaba del cuerpo sin vida del asaltante.
