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Valentina lucía un bello vestido de seda azul, a juego con sus ojos. Los diminutos diamantes engarzados en la tela brillaban bajo la luz del sol que entraba por la ventana.

—¿Un juguito, Alteza?

Su criada Silvina entró a la recámara y se encontró a la joven princesa con la mirada perdida en el horizonte. Una expresión melancólica se dibujaba en su cara.

-No, muchas gracias. Hoy, precisamente... No tengo ganas de nada.

-Oh, mi niña, no debería estar triste. Por fin, estar tarde, va a conocer a su prometido.

-Por eso me siento así, Chivis. ¿Por qué me tengo que casar con alguien al que ni siquiera conozco?

-He oído que el príncipe Lucho es un joven muy apuesto.

-Y yo, que es vanidoso y arrogante.

-Entonces, ¿le va a decir algo a su padre?

Valentina suspiró y frunció los labios.

-No. Por mucho que me disguste, si esa es su voluntad, tengo que obedecerla. Es mi obligación como princesa.

De repente, alguien llamó a la puerta. La voz de uno de los guardas traspasó la madera.

-El príncipe Lucho ha llegado, Alteza.

-Un momento, por favor -respondió Valentina, acercándose a su joyero y sacando un colgante de oro.

-El colgante de su madre -murmuró Silvina.

-Así es. Cuando estaba en su lecho de muerte, mamá me pidió que intentara ser feliz. Y tal vez no lo consiga, pero, por ella... Lo voy a intentar. Sé que con este amuleto tendré suerte.

Silvina tomó la mano de Valentina y juntas salieron de su recámara, rumbo al salón principal del castillo. El pequeño paseo le pareció a Valentina una eternidad. Finalmente, al llegar, la joven pudo contemplar al fin al hombre con el que pasaría el resto de su vida. Era de su edad, no feo, pero tenía una despectiva mueca de aburrimiento en el rostro. Frente a él estaba el padre de Valentina, el rey León.

-No puedo hacerlo -susurró Valentina, sintiendo que su respiración se aceleraba.

-Va... ¡Valentina!

Pero la princesa, a esas alturas, ya estaba demasiado lejos como para escuchar el murmullo de Silvina. Había echado a correr con toda la energía de sus pies. No sabía a dónde huir, solo sabía que tenía que hacerlo.

Al llegar al patio del castillo, aprovechó que un soldado que estaba llegando acababa de desmontar del caballo para correr ella hacia el animal, introducir un pie en el estribo en plena carrera y subirse de un salto aprovechando el impulso. El caballo relinchó y se izó sobre sus patas traseras.

-¡Alteza! -murmuró asombrado el soldado.

-Lo siento. Es una emergencia.

Valentina tiró de las riendas y el caballo salió disparado hacia las puertas del castillo. Sin mirar atrás, Valentina atravesó la calle principal de la ciudad y continuó varios minutos hasta que por fin salieron de esta. Las casas fueron desapareciendo a su alrededor y, cuando se pudo dar cuenta, Valentina cayó en el hecho de que no conocía ni remotamente el camino por el que iba. Estaba completamente perdida, y no había un alma a su alrededor. Ni siquiera podía ver la punta de algún molino en la distancia. Lo único que había era árboles, árboles y más árboles flanqueando el camino.

De repente, Valentina escuchó un extraño sonido. No reconoció en el instante qué era, pero lo dedujo cuando notó algo parecido a una pluma rozando su cuello. Se giró rápidamente y vio cómo a su lado, en el suelo, estaba clavada una flecha. Pero ya era tarde. El caballo se encabritó y, aunque Valentina trató de sujetarlo, no reaccionó a tiempo y terminó cayendo al suelo.

Aterrada, pero tratando de parecer lo más fiera posible, escudriñó los árboles, buscando a su atacante. De repente, una figura cayó de pie frente a ella. Estaba envuelta en una capa negra, con un sombrero y un pañuelo del mismo color que le tapaban el rostro. Cuando habló, su voz era grave.

-Dame todo lo que traes -fue lo único que dijo.

Mi príncipe azul (Juliantina)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora