La mano intranquila

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Cuando se abrieron las puertas del ascensor no apareció frente a ellos el típico cubo de acero y espejos, iluminado por la pálida y potente luz artificial. En su lugar se encontraba la absoluta oscuridad.

La mujer, que no había parado de ver su celular y teclear textos sin control, gesticulando cientos de muecas a su pequeña pantalla desprovista de vida, dio un paso al frente y bajo su costoso tacón de 1700 pesos (3400 el par), desapareció el piso. Ella se precipitó a la oscuridad soltando su teléfono celular, dejándolo caer al vacío e iluminando brevemente un recorrido de 36 pisos a su paso, y con esa misma mano se aferró como pudo al borde de puerta del ascensor.

Raúl, un sujeto de lentes, calvo, alto y con un vientre realmente prominente, dejó caer los paquetes que llevaba cargando y la sujetó a toda prisa del brazo, para traerla consigo y acomodarla en ese macabro umbral.

Ella lo miró atónita, respiró agitada y se llevó las manos al pecho. En ningún momento gritó, pero ahora realmente quería hacerlo. Quería gritarle con todo el aire de los pulmones «¡Gracias!», pero Raúl se limitó a mirarla con su habitual cara de soquete.

Raúl la miró de abajo hacia arriba con la boca semi-abierta. Era una de las mujeres más hermosas que hubiera visto. No usaba excedentes de maquillaje, como las otras mujeres de las cientos de oficinas que visitaba diariamente como mensajero, sino que gozaba de una belleza natural. No se pintaba el pelo de colores extraños que difícilmente existirían en la vida real, sino que lo llevaba natural y casi a la altura de sus senos. Sus senos eran algo que le parecían perfectos. No eran enormes y vulgares, pero tampoco eran minúsculos, sino simplemente del tamaño preciso en proporción a su delgado y bien formado cuerpo. Lo único que no le encantaba eran esas zapatillas que curiosamente usaba con unos jeans algo rotos deliberadamente y que dejaban ver algunas partes de sus blancas pero bien formadas piernas. Raúl sintió ese cosquilleo en la mano que lo había acosado tantas veces en sus más de 40 años.

Recordó la primera vez que pasó, cuando apenas estaba pasando de la infancia a la adolescencia e iba al catecismo. Habían estado hablando de los 7 pecados capitales, especialmente de lo que era la gula, pues él había dado un par de mordidas a su sándwich y la catequista, que medía 1.58 metros y pesaba 95 kilos, lo había detenido diciéndole que eso también era gula. Uno de los chicos levantó la mano para pedir la palabra y la catequista lo invitó a compartir su opinión con todos. El chico defendió a Raúl argumentando que para él, la gula era el acto de seguir comiendo aún cuando ya no tuviera hambre, pero la catequista lo detuvo diciéndole que no pecara de soberbio. El chico tomó asiento y le dedicó a Raúl una mirada que decía algo como «Lo lamento, lo intenté». Raúl lo entendió, pero en sus entrañas algo llamado ira burbujeó.

Raúl levantó la mano para pedir la palabra y cuando la catequista estaba por darle la palabra, la mano de Raúl le mostró el dedo medio.

La catequista hizo acopio de todo el drama alojado en sus enormes entrañas y comenzó a gritar como si el mismísimo diablo se hubiera aparecido frente a ella. Sus dos hijas, también con sobrepeso entraron corriendo por la puerta y contemplaron con error el ademán que Raúl no había podido desaparecer de su mano.

La más grande arremetió contra el pequeño Raúl y le abofeteó la cara con fuerza descomunal. Sólo así Raúl retomó el control de su mano.

–¡Te largas a rezar 50 padres nuestros! –Dijo la robusta, pero más joven mujer.

Raúl llevó su mano al rostro y no pudo evitar llorar.

Esa fue la primera vez que su mano hormigueó de esa forma e hizo lo que él no había tenido el coraje de hacer. Esa fue la primera vez que sintió ajena su mano.

Por supuesto su madre se enteró y a falta de una figura paterna para reprenderlo, ella misma buscó dentro del armario un cinturón de cuero con el suficiente grueso para escarmentarlo, pero al no encontrarlo resolvió ejecutar la sentencia al estilo más tradicional y que ella misma sintiera en carne propia durante su infancia, con el cable de la plancha.

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