Que absurdo era todo ahora. Ernesto, el psicólogo, se estaba haciendo las preguntas finales:
– ¿Por qué pasé tanto tiempo analizando la vida de las personas y tan poco analizando y corrigiendo mi propia vida? ¿Por qué no tuve otra relación formal después de ella? ¿Por qué no pasé más tiempo relacionándome con más mujeres en lugar en lugar de ver tanta pornografía?... Bueno, de eso no me arrepiento, pero si debí de pagar por más sexo.
Eliot entró en la habitación e interrumpió su pequeño y patético soliloquio. Era un hombre joven, moreno y apuesto. Su mirada era felina y al mismo tiempo inocente. Como si fuera dos personas.
- ¿Por qué no lo canalicé con Beltrán? –Pensó para sí mismo al verlo entrar con una maleta deportiva que sonaba a metales pesados chocando dentro -. ¡Ah! Ya recuerdo. Porque quería ser el ídolo en la asamblea de noviembre. Les contaría cómo salvé a uno de mis pacientes con mis novedosas técnicas basadas en el conductismo radical de Skinner. Sería parte de los libros de psicología de todos los países. Tal vez la portada de la Journal of psychology Gold Collection en el número Decembrino. Pobre iluso.
La maleta deportiva era pesada, pero para los tensos músculos de Eliot parecían no tener dificultad. Miraba con incredulidad a Ernesto, su doc. Por momentos se pintaba en su rostro una sonrisa de oreja a oreja. Muy seductora. Después la misma cara de incredulidad se hacía presente.
- No sé cómo lo hizo, pero de verdad estoy curado.
- Gracias –Dijo Ernesto realmente alagado por el comentario de su ultimo paciente. Ni bajo esas circunstancias, su ego podría dejar pasar un cumplido a su talento como psicólogo -. Tal vez podrías agradecerme dejándome ir, Eliot.
- ¡Dios! Había intentado todo –Dijo el paciente dejando pasar del lado el comentario de su doctor -. Estuve a punto de quitarme la vida. Realmente me salvó.
- Eliot. Ahora que estás curado me imagino que no vas a cometer ninguna estupidez... ¿Verdad?- ¡Oh, no doc! Esta es una oportunidad que no pienso dejar pasar. Le aseguro que no cometeré la estupidez de dejarlo ir. Una mente como la suya sólo se ve un par de veces en la vida.
Caminó rumbo al escritorio sobre el que el doc, se sentó tantas veces a escuchar los problemas de sus pacientes y sobre el que siempre quiso tener una aventura con una sexy asistente. Fantasía que jamás cumplió.
Comenzó a sacar diversos artículos de cocina de la maleta; Un cucharón, una pala miserable, un sacabolas de helado y cubiertos. Nada de eso era atemorizante. Luego aparecieron los ingredientes; un litro de helado, mermelada de fresa y frambuesa, cajeta, galletas dulces y azúcar glas. Ernesto comenzó a pensar que no lo mataría, sino que le haría cumplir una perversión sexual que terminaría con panditas en lugares donde casi nunca da el sol. Cuando Eliot pareció terminar de sacar todo de esa primera bolsa, Ernesto no pudo contener un suspiro. No había nada que temer. Pero entonces abrió una bolsa lateral de la maleta deportiva y extrajo una extraña serie de tubos de metal. Todos estaban unidos, pero aun no estaban fijos. Comenzó a apretar algunas tuercas de forma manual y luego sacó de la maleta una pequeña llave inglesa ajustable, para terminar el trabajo. Parecía una pequeña jaula.
- Doctor –Comenzó por decir Eliot -. Me habría quitado la vida desde antes, pero no toleraba la idea de dejar a Tania sola. La sola idea de ver llorar a mi hermanita me devastaba completamente. No sabe lo que usted ha hecho por mí. No más dolor. No más miedo. No más voces. No más freno... Soy libre.
- Eliot... No sigas con esto... Si te atrapan, vas a lastimar mucho a Tania. Te podrían condenar a muerte y...
- No se engañe doc. Esto es México. Esto es Ecatepec. Aquí no podrían atrapar ni a un perezoso prófugo del zoológico. Además en este país no existe la pena de muerte y lo sabe.
Eliot se apresuró a poner sobre los hombros de Ernesto la jaula de metal. Ernesto se resistió un poco, pero sabía que era imposible salir de ahí. Sabía que Eliot tenía razón. Jamás lo atraparían.
Eliot comenzó a dar vuelta a unos tornillos enormes que fijaron su cabeza por los cuatro puntos cardinales al aparato, después aseguró una vara de acero a su espalda y con eso concluyó aquél ritual.
Eliot regresó a la maleta deportiva y extrajo algo, que debido a la posición que había adquirido, no pudo saber qué era, hasta que la sintió pinchándole el cráneo. Anestesia local. Le puso la carne de gallina.
Eliot permaneció en donde el doc no lo podía ver. Lo escuchó ponerse algo encima. Imaginó un overol. Demoró un poco más y esta vez fue para ponerse las gafas, pero Ernesto lo imaginó contemplando unas bolas chinas. Le colocó una mordaza en la boca, sacó de la maleta una extensión eléctrica y luego el artículo con el que finalmente dejaría vacía la maleta deportiva: Una sierra circular neumática para despiece de bovino. Una hermosa y cromada sierra modelo 1.000F, con una profundidad de corte de 76mm, equivalente a 3 pulgadas. No sólo era ligera y flexible, sino que también estaba fabricada con materiales resistentes a la corrosión. Era la más higiénica del mercado y de las más utilizadas en el rastro. Eso la hacía fácil de adquirir en Ecatepec.
Eliot fue tan diestro en la tarea que el doc a penas lo sintió. Sin duda, la peor parte fue la de ver la tapa de sus sesos puesta sobre la meza. Eliot estaba fascinado. Contemplaba como a un ídolo aquél cerebro que lo había librado de las malditas voces que lo hacían desistir de su empresa como asesino serial y ahora quería ver cómo funcionaba. Quería extraer todas las partes que pudiera mientras miraba la expresión en el rostro de Ernesto. Ver a Eliot empuñar el sacabolas de helado lo hizo olvidarse de entrar corriendo en la sala de urgencias con su mollera en mano y gritando por ayuda. Ver el sacabolas lo hizo mojar sus pantalones.
-¿Sabías qué en Asia, gustan de un postre en el que sirven heldo en la cabeza de un mono y lo degustan junto con sus sesos?... En realidad lo vi en una película cuando era niño, pero siempre tuve ganas de probarlo.
Lo hundió con fuerza en su cerebro y los ojos del doc se pusieron en blanco. Cuando sacó el primer trozo Ernesto comenzó a actuar indiferente a la situación. Para el segundo creyó que lo perdía.
A la mañana siguiente un dulzón aroma impregnaba el consultorio del doctor Ernesto. La asistente penetró en la oficina pensando que tal vez algún día podría cumplir su fantasía de amarrar al doctor Ernesto a ese escritorio y poseerlo como a un sucio y mal portado juguete. Un momento después se encontraba en una ambulancia sin saber cómo había llegado ahí ni en qué momento notificó a las autoridades. Lo único que podía recordar era una clara imagen del doctor Ernesto sin la tapa de los sesos y babeando.
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Cuentos Bastardos
Kinh dịEl escritor mexicano de terror Kris Durden, nos deleita con una nueva saga de mórbidos cuentos en los que el terror danza entre la realidad y la ficción y nos enseña que no hay límites para la imaginación de una mente perturbada.