Lo despertó un ruido en la cocina e inmediatamente su sentido del olfato se inundó con un aroma embriagador: chiles asados.
Se quedó mirando unos segundos al techo de la oscura y vacía habitación, aunque no tan oscura y no tan vacía como la sensación que había tenido antes de abrir los ojos. «¡Es hoy!» Pensó, y una enorme sonrisa se dibujo en su amodorrado rostro. Se deslizó de entre las sábanas hasta la puerta con la intención de no evidenciar su presencia, pues no quería arruinar la sorpresa que ya se había comenzado a gestar entre cacerolas, ollas y sartenes.
Desde la oscura sala se asomó tímido a la cocina y permaneció en la penumbra. La vio. Se veía más pequeña que de costumbre, con el cabello repleto de canas, aún en bata de dormir, pero ya con el mandil puesto. Ensimismada en el meticuloso ritual que exigía toda su atención.
Acababa de limpiar la pechuga de pollo en el lavabo y la estaba poniendo dentro de la olla que ya tenía preparada con agua hirviendo. Agregó sal, una generosa porción de cebolla, un par de dientes de ajo, hojas de laurel, un poco de tomillo y cerró con recelo la olla exprés.
8 tomates verdes verdes, 2 chiles serrano y un chile jalapeño, un trocito de cebolla y dos dientes de ajo comenzaban a danzar inquietos por las caricias de las primeras burbujas de la ebullición. A un lado se terminaba de asar un chile poblano, que metería dentro de una bolsa de plástico para sudarlo, pelarlo y desflemarlo con mayor facilidad.
Él miraba con fascinación aquel par de pequeñas manos de piel fina y arrugada, moverse diestramente por toda la cocina, encontrando su siguiente tarea sin tiempo para el descanso. Picando, lavando, pelando, deshebrando, desflemando o desinfectando. Mientras el platillo no estuviera servido sobre la mesa, siempre habría algo que hacer.
La olla exprés comenzó con su ceceo y entonces, al aroma de los chiles asados y los tomates hervidos se mezcló con el del pollo cocido. La casa ya no se sentía fría. Una suave y cálida bruma cargada de aromas se había apoderado de cada rincón al tiempo que el sol filtraba sus primeros rayos a través de la ventana que daba a la sala. Era como ver materializarse el amor de Dios.
Apareció aquel místico y pesado molcajete donde colocó los dos dientes de ajo hervidos y los machacó con una generosa porción de sal.
En la licuadora dejó caer los tomates, los chiles serrano, jalapeño y poblano, la cebolla, un manojo de cilantro que ya tenía desinfectado en el lavabo y la pasta de ajo y sal. Al presionar el botón de moler todo se integró dejando escapar un nuevo perfume aún más exquisito, que terminó de amalgamarse en el momento en que se vertió dentro de una cacerola donde aceite caliente ya esperaba con ansias la mezcla. El sonido de ese primer contacto entre la salsa y la cacerola fue como el canto de un recuerdo susurrándole al oído.
La olla había terminado se cecear hacía rato y el pollo estaba listo para ser deshebrado. La tarea no llevó más de dos minutos. Otro sartén ocupó un lugar en la estufa y comenzó la desenfrenada tarea de dorar tortillas en aceite. Casi entraban sólo a remojarse un poco y salían a reposar sobre aquel platón con servitoallas.
El momento llegó.
Las manos al fin cambiaron el ritmo que hasta entonces había sido frenético. Encontraron un plato extendido y de una manera casi solemne vertieron un espejo de salsa en él, luego colocaron una tortilla y acomodaron con cuidado un poco de pollo en ella, vertieron más salsa y la cerraron de una manera tan delicada como la de una madre arropando a un niño. La acción se repitió otras cuatro veces. Estando las tortillas bien dobladas y enfiladas se les vertió la última capa de salsa encima. Fue generosa, para que en ningún momento se sintieran secas.
Del refrigerador sacó la crema y el queso y se detuvo a meditar un momento. No era común, pero era necesario. Con una cuchara dibujo sobre las enchiladas ríos serpenteantes de crema y los retocó quesito blanco. Ya estaban listas.
Él, que había contemplado casi todo el proceso desde la sala, no quiso moverse ni un poco para no irrumpir en el acto final del ritual.
Su madre tomó el plato y lo llevó con sumo cuidado hasta el lugar de la mesa que le correspondía. Regresó a la cocina a buscar los cubiertos y los cerillos, y él no pudo evitar acercarse a las enchiladas y en un acto inevitable, metió un dedo travieso a la salsa para probar aquél delicioso platillo. Se lo llevó a la boca y el sabor de aquel platillo preparado con amor detonó su paladar y le llenó el alma.
Su madre regresó y parecía muy cansada. Acomodó los cubiertos junto al plato y sacó de su mandil la cajita de cerillos. Prendió la veladora que descansaba junto a la foto de su hijo bajo una cama de cempasúchil y no pudo evitar que el rostro se le descompusiera en una mueca de dolor y llanto mudo.
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Cuentos Bastardos
TerrorEl escritor mexicano de terror Kris Durden, nos deleita con una nueva saga de mórbidos cuentos en los que el terror danza entre la realidad y la ficción y nos enseña que no hay límites para la imaginación de una mente perturbada.