Réplica

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           Dentro del transporte, el teniente Eric Deirmir permanecía quieto en el puesto designado, con la espalda apoyada contra el duro metal del vehículo y las manos sujetando los protectores de sus rodillas. La mirada vidriosa y lejana estaba clavada en los restos de barro que se asomaban por la punta de sus botas, mientras el sudor le resbalaba por el rostro y descendía por el cuello, hasta perderse en alguna parte del interior del traje de combate. Podía escuchar la respiración intensa de sus compañeros de pelotón, el estrépito de las ametralladoras al chocar unas con otras y la voz estentórea del capitán Madubar mientras gruñía sus indicaciones pero, en lo profundo de su mente, era capaz de clasificar y atenuar todos esos ruidos con el fin de captar con mayor claridad aquellos provenientes del exterior del blindado.

          Opacos, como leves golpeteos producidos debajo del agua, percibía los disparos y las explosiones que los esperaban. Los sonidos apenas lograban hacer vibrar los tejidos de sus tímpanos, pero su estómago y su pecho se sacudían, producto de las fuerzas subsónicas. Absorto, intentaba determinar la procedencia de los disparos para así construir un mapa mental de la localización de las tropas y maquinarias enemigas. Más allá de los reportes satelitales y de la información de inteligencia, eran sus instintos y sentido común los que lo guiaban en el campo de batalla. Los químicos que invadían su torrente sanguíneo suprimían las respuestas naturales de temor o duda y elevaban —a su vez—, la agresividad y la rapidez en la toma de decisiones, de modo que luchaba con fortaleza y total entrega, pero no por ello dejaba de escuchar nunca lo que sus entrañas tenían que decirle durante esas duras campañas.

Después de todo, seguía siendo humano. Tal vez por esa razón todo su cuerpo siempre se estremecía cuando llegaba el momento de salir del acorazado y hacerse uno con el infierno de la guerra.

Justo en ese instante, una ráfaga de alto calibre alcanzó al vehículo e hizo que se agitara y modificara ligeramente su rumbo, pero el impacto no pudo detenerlos. El capitán Madubar soltó una carcajada y se golpeó el casco con la culata de la ametralladora.

—¡Imbéciles! —gritó—. ¡No tienen idea de lo que les espera!

El resto del pelotón explotó en bramidos y miradas centelleantes.

—¡Ya lo saben, señoritas! —prosiguió el capitán—. Controlen las calles y controlaremos el fuerte. Controlen el fuerte y controlaremos la ciudad. Controlen la ciudad y la mitad de la guerra estará ganada.

Los soldados respondieron con vítores de júbilo.

La lámpara roja que indicaba la orden de despliegue iluminó el oscuro interior del acorazado y enseguida el pelotón verificó su armamento y adoptó las posiciones de combate.

—¡Teniente Deirmir, ha llegado el momento! —gritó Madubar.

El teniente asintió con la cabeza y dio un par de golpes al intercomunicador de su casco.

—¡Adelante, Patrulla Uno! —exclamó.

—¡Listo! —confirmó parte del pelotón, y sus voces fueron amplificadas por los auriculares del los cascos.

—¿Patrulla Dos?

—¡Listo!

—Patrullas Tres y Cuatro.

—¡En orden!

—¡Pelotón listo, señor! —confirmó Deirmir.

El capitán Madubar apretó los dientes y caminó hacia el fondo del vehículo, dejando la escotilla libre, así como el estrecho corredor que dirigía a ella. El transporte se detuvo de pronto y la lámpara roja comenzó a titilar frenética.

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