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María se levantó aquel día agotada, con los ojos hinchados de tanto llorar, la cabeza dolida pero el corazón aún más. La habitación sin color giraba a su alrededor. Se despegó de las sábanas, puntual como cada mañana. Miró su armario, cubierto de faldas y camisetas, todas muy parecidas entre ellas. Ni muy largas, para no ser una mojigata, ni muy cortas, para no ser una furcia. Se colocó la ropa y los tacones, peinó su cabello y maquilló sus imperfecciones. El pintalabios creó una falsa sonrisa y el rímel unos ojos cubiertos de alegría.

Desayunó, contando cada caloría, porque no podía estar muy gorda pero tampoco muy delgada. Observó las noticias, acompañada de sus padres y su hermano. Todos con una pose recta y fina, sin dirigirse palabra.

Caminaron hasta el instituto, sin mirar a las personas a su alrededor, aquellas que solo mostraban una expresión seria y eran grises como el cielo que les cubría. Humanos, sometidos bajo una perfección en la que nadie podía sobresalir ni en la que podían fallar.

Llegó a la escuela, se sentó en su silla, ningún alumno habló ni miró su teléfono. Estatuas de piedra grises eran los estudiantes del centro. El profesor explicaba con seriedad, dejando a sus alumnos apuntar. Dio los exámenes de la última vez, todos tenían un diez.

Nadie sonrió, todos asintieron, revisaron por si había algún error y devolvieron los exámenes sin expresión.

A la hora de comer, leían, buscando refugio en las palabras de los libros. No obstante, pocos sin censurar quedaban. Muchos se utilizaban para regir su conducta, dando ejemplos de buenos ciudadanos.

Volvió a su casa, arrojó los tacones y se quitó el maquillaje, el hogar yacía en silencio mientras ella escuchaba alegre música entre sus cuatro paredes.

Danzaba, con los cabellos sobre el rostro, liberándose de aquella monotonía. Sus pies se deslizaban por el frío suelo mientras los versos escapaban de sus labios con tranquilidad.

Aquella tarde ninguno de sus familiares remanecía en la casa, aprovechó aquella oportunidad pues hasta altas horas estaría sola. Buscó en el fondo del armario ropa oculta, pintada de vivos colores, rosas, azules, verdes... Estampados y dibujos por todos lados, agarró una mochila y los escondió con cuidado.

Huyó hacia un barrio a las afueras dónde las leyes no se establecían. Grises eran las casas, más bajas que las demás. Decoradas con pinturas y dibujos que nadie sabía apreciar. Jóvenes, adultos, niños y ancianos se reunían en aquel lugar. La música y los cantos resonaban con fuerza, risas y alegría se pintaban en los rostros, también penas y lágrimas de tristeza, acompañadas de consuelos y abrazos plagados de cariño.

María disfrutaba aquellas horas, cubierta por colores, feliz de poder sentir la liberadora sensación de ser quien ella quería ser y no una ciudadana más. Si la hubieran visto sus padres se habrían espantado, la gente de la ciudad la habría repudiado. Y cuán más tiempo pasaba a las afueras acompañada de personas iguales a ella, más crecía aquel deseo de rebelarse contra lo dictado.

Mas siempre permanecía callada, dejando solo aquellos momentos como su fuente de felicidad. Hasta que un día colores comenzaron a surgir en las calles, pancartas y ropa que destacaban sobre los demás. También surgieron los golpes y la violencia, los cuales no impidieron que las protestas continuaran.

Y un día, sentada en clase, después de miles de días y noches repitiendo la misma rutina, privándose de las emociones, estudiando para mantenerse al mismo nivel que los demás pero no superarlos y de no poder expresarse, explotó. Se levantó de su asiento, lanzó el libro y agarró unos botes de pintura que guardaba en su mochila y frente a todos cubrió su ropa de brillo y color. Sonrió con naturalidad y se despidió con alegría mientras recorría los pasillos bailando y oía los gritos como si fuera su melodía.

Iconoclasta: quien no reconoce la autoridad de normas, guías o maestros.

Pequeñas historias de un pequeño escritor.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora