A Alejandro le hablaron de Julia, la hermosura monumental de Renada. «¡Hay que ver eso!» — se dijo. Y luego que la vió: «¡Hay que conseguirla!»
— ¿Sabes, padre — le dijo un día al suyo Julia — , que ese fabuloso Alejandro, ya sabes, no se habla más que de él hace algún tiempo..., el que ha comprado Carbajedo...?
— ¡Sí, sí, sé quién es! ¿Y qué?
— ¿Sabes que también ése me ronda?
— ¿Es que quieres burlarte de mí, Julia?
— No, no me burlo, va en serio; me ronda.
— ¡Te digo que no te burles...!
— ¡Ahí tienes su carta!
Y sacó del seno una, que echó a la cara de su padre.
— ¿Y qué piensas hacer? — le dijo éste.
— ¡Pues qué he de hacer... ! ¡Decirle que se vea contigo y que convengáis el precio!
Don Victorino atravesó con una mirada a su hija, y se salió sin decirle palabra. Y hubo unos días de lóbrego silencio y de calladas cóleras en la casa. Julia había escrito a su nuevo pretendiente una carta-contestación henchida de sarcasmos y de desdenes, y poco después recibía otra con estas palabras, trazadas por mano ruda y en letras grandes, angulosas y claras: «Usted acabará siendo mía. Alejandro Gómez sabe conseguir todo lo que se propone.» Y al leerlo, se dijo Julia: «¡Este es un hombre! ¿Será mi redentor? ¿Seré yo su redentora?» A los pocos días de esta segunda carta llamó don Victorino a su hija, se encerró con ella, y casi de rodillas y con lágrimas en los ojos, le dijo:
— Mira, hija mía, todo depende ahora de tu resolución: nuestro porvenir y mi honra. Si no aceptas a Alejandro, dentro de poco no podré ya encubrir mi ruina y mis trampas, y hasta mis...
— No lo digas.
— No, no podré encubrirlo. Se acaban los plazos. Y me echarán a presidio. Hasta hoy he logrado parar el golpe..., ¡por ti! ¡Invocando tu nombre! Tu hermosura ha sido mi escudo. «¡Pobre chica!», se decían.
— ¿Y si le acepto?
— Pues bien; voy a decirte la verdad toda. Ha sabido mi situación, se ha enterado de todo, y ahora estoy ya libre y respiro, gracias a él. Ha pagado todas mis trampas; ha liberado mis...
—Sí, lo sé, no lo digas. ¿Y ahora?
— Que dependo de él, que dependemos de él, que vivo a sus expensas, que vives tú misma a sus expensas.
— Es decir, ¿que me has vendido ya?
— No, nos ha comprado.
— ¿De modo que, quieras que no, soy ya suya?
— ¡No, no exige eso; no pide nada, no exige nada!
— ¡Qué generoso!
— ¡Julia!
— Sí, sí, lo he comprendido todo. Dile que, por mí, puede venir cuando quiera.
Y tembló después de decirlo. ¿Quién había dicho esto? ¿Era ella? No; era más bien otra que llevaba dentro y la tiranizaba.
— ¡Gracias, hija mía, graciasl
El padre se levantó para ir a besar a su hija; pero ésta, rechazándole, exclamó:
— ¡No, no me manchesl
— Pero hija.
— ¡Vete a besar tus papelesl O mejor, las cenizas de aquellos que te hubiesen echado a presidio.