Desde que Rosario conoció la vida no ha dejado de pelear con
ella. Unas veces gana Rosario, otras su rival, a veces empatan,
pero si uno le fuera a apostar a la contienda, con los ojos
cerrados vería el final: Rosario va a perder. Ella seguramente
me diría, como me dijo siempre, que la vida nos gana a todos,
que termina matándonos de cualquier forma, y yo,
seguramente, tendría que decirle que sí, que tiene razón, pero
que una cosa es perder la pelea por puntos y otra muy distinta
es perderla por «nocaut».
Cuanto más temprano conozca uno el sexo, más
posibilidades tiene de que le vaya mal en la vida. Por eso insisto
en que Rosario nació perdiendo, porque la violaron antes de
tiempo, a los ocho años, cuando uno ni siquiera se imagina para
qué sirve lo que le cuelga. Ella no sabía que podían herirla por
ahí, por el sitio que en el colegio le pedían que cuidara y se
enjabonara todos los días, pero fue precisamente por ahí, por
donde más duele, que uno de los tantos que vivieron con su
madre, una noche le tapó la boca, se le trepó encima, le abrió las
piernitas y le incrustó el primer dolor que Rosario sintió en su
vida.
-Ocho añitos no más –recordó con rabia-. Eso no se me va a
olvidar nunca.
Parece que esa noche no fue la única, al tipo le quedó
gustando su infamia. Y según me contó Rosario, incluso
después de que doña Rubi cambiara de hombre, la siguió
buscando, en la casa, en el colegio, en el paradero del bus, hasta
que no aguantó más y le contó todo a su hermano, el único que
parece que de verdad la quería.
-Johnefe se encargó de todo, calladito la boca –dijo Rosario-.
El que me contó fue un amigo suyo, después de que me lo
mataron.
-¿Y al tipo qué le hicieron?
-A ése... lo dejaron sin con qué seguir jodiendo. Aunque al hombre lo dejaron sin su arma malvada, a ella
nunca se le quitó el dolor, más bien le cambió de sitio cuando se
le subió para el alma.
-Ocho añitos –repitió- Qué putería.
Doña Rubi no quiso creer la historia cuando Johnefe se la
contó iracundo. Tenía la manía de defender a los hombres que
ya no estaban con ella, y de atacar al de turno. La consabida
manía de las mujeres de querer al hombre que no se tiene.
-Ésos son cuentos de la niña, que ya tiene imaginación de
grande –dijo doña Rubi.
-La que la tiene grande es usted, mamá –le replicó Johnefe
furioso-. Y no estoy hablando de la imaginación.
Él quería a Rosario porque era su única hermana de verdad,
«hijos del mismo papá y de la misma mamá», eso afirmaba la
madre. Lo que les parecía extraño era que se llevaban muchos
años, y no se conocía hombre que le durara tanto tiempo a la
señora. Pero a pesar de las sospechas a la única que admitió y
llamó como hermana fue a Rosario, los demás fueron
simplemente «los niños de doña Rubi».
-¿Cuántos hermanos tenés, Rosario? –le pregunté por
casualidad.
-¡Jum! Ya ni sé cuántos seremos –dijo-, porque después de
que me fui supe que doña Rubi siguió teniendo niñitos. Como
si tuviera con qué sostenerlos.
Rosario se fue de su casa a los once años. Inició una larga
correría que nunca le permitió estar más de un año en un
mismo sitio. Johnefe fue el primero que la recibió. La habían
echado del último colegio donde se arriesgaron a recibirla a
pesar de la historia del «rayón» y de otras cuantas faltas
similares, pero esta última –secuestrar toda una mañana a una
profesora y cortarle el pelo a tijeretazos locos- no tuvo perdón
sino, más bien, nuevas amenazas de enviarla a una correccional.
-Pues si en la cárcel no te reciben –le dijo doña Rubi, fuera de
sí-, en esta casa tampoco. Te largás ya mismo.
Rosario se refugió feliz y dichosa donde su hermano. Nadie
dudaba que lo quería más que a su mamá, y más que a nadie en el mundo.
-Más que a Ferney, inclusive –decía orgullosa.
Ferney era amigo de Johnefe, parceros y compañeros de
combo. Tenían la misma edad, unos cinco años mayores que
Rosario. Ella lo quiso desde siempre, desde que lo vio entendió
que Ferney era un hermano con el que se podía pecar.
-Nunca me imaginé que yo fuera a tener un rival de las
comunas –decía Emilio.
-Te van a matar –le advertíamos inútilmente.
-Primero lo matan a él. Ya verán.
Cuando Emilio conoció a Rosario, ella ya no estaba con
Ferney. Hacía tiempo que había abandonado sus barrios y su
gente. Los duros de los duros la habían instalado en un
apartamento lujoso, por cierto muy cerca del nuestro, le dieron
carro, cuenta corriente y todo lo que se le antojara. Sin embargo,
Ferney seguía siendo su ángel de la guarda, su amante
clandestino, su servidor incondicional, el reemplazo de su
hermano muerto. Ferney también se volvió el dolor de cabeza
de Emilio, y éste, la piedra en el zapato de Ferney. Aunque se
vieron muy pocas veces, entablaron una enemistad de la cual
Rosario fue la mensajera. Ella era quien llevaba los recados del
odio mutuo.
-Decile a ese hijueputa que se cuide –le mandaba decir
Ferney.
-Decile a ese hijueputa que ya me estoy cuidando –le
mandaba a decir Emilio.
-¡Y por qué no se matan de una vez y me dejan a mí
tranquila! –les decía Rosario-. Me tienen hasta acá con el lleve y
traiga.
Rosario se quejaba pero en realidad siempre le gustó el
duelo. En cierta forma, ella fue quien más lo propició, era la que
más llevaba y traía, y respaldada por sus mentiras, le encantaba
enredar la pugna.
Cuando por fin mataron a Ferney, pensamos que Rosario se
iba a resentir con nosotros, especialmente con Emilio, que sentía
un rencor muy fuerte por él, pero no, no fue así, uno nunca sabía qué esperar de Rosario.
-La policía lo está buscando –me dijo de pronto una
enfermera.
-¿A mí? –le contesté, todavía pensando en Ferney.
-¿No trajo usted a la mujer del balazo?
-¿A Rosario? Sí, fui yo.
-Pues salga que quieren hablar con usted.
Afuera había por lo menos una docena de tombos. Por un
instante pensé que nos habían montado todo un operativo,
como los de las buenas épocas en que me dio por acompañar a
Emilio y a Rosario en sus locuras.
-No se asuste –me dijo la enfermera al verme la cara-. Los
fines de semana hay más policías que médicos.
Me señaló a los que estaban encargados de nuestro caso: un
par de oficiales opacos, como sus caras, como sus uniformes.
Con la displicencia que aprendieron sueltan su interrogatorio
como si yo fuera el criminal y no ellos. Que por qué la mató,
con qué le disparó, quién era la muerta, qué parentesco o
relación tenía conmigo, dónde estaba el arma asesina, dónde
estaban mis cómplices, que si estaba borracho, que quedaba
detenido, que los acompañara por sospechoso.
-Yo no he matada a nadie, tampoco he disparado, muerta no
hay porque todavía está viva, se llama Rosario y es amiga mía,
no tengo arma y mucho menos asesina, no tengo cómplices
porque el que disparó fue otro, ya no estoy borracho porque
con el susto se me bajaron los tragos, y en lugar de estar
preguntándome carajadas y buscando donde no es, deberían
dedicarse a coger al que nos metió en esto –les dije.
Di media vuelta sin importarme lo que pudieran hacer. Me
gritaron que no me fuera creyendo tan machito, que más tarde
nos veríamos otra vez, y volví a mi rincón penumbroso, más
cerca de ella.
-Rosario –no me cansaba de repetir-, Rosario.
He tenido que luchar con la memoria para recordar cuándo y
dónde la habíamos visto por primera vez. La fecha exacta no la
ubico, tal vez hace seis años, pero el lugar sí. Fue en Acuarius, viernes o sábado, los días que nunca faltábamos. La discoteca
fue uno de esos tantos sitios que acercaron a los de abajo que
comenzaban a subir, y a los de arriba que comenzábamos a
bajar. Ellos ya tenían plata para gastar en los sitios donde
nosotros pagábamos a crédito, ya hacían negocios con los
nuestros, en lo económico ahora estábamos a la par, se ponían
nuestra misma ropa, andaban en carros mejores, tenían más
droga y nos invitaban a meter –ése fue su mejor gancho-, eran
arraigados, temerarios, se hacían respetar, eran lo que nosotros
no fuimos pero en el fondo siempre quisimos ser. Les veíamos
sus armas encartuchadas en sus braguetas, aumentándoles el
bulto, mostrándonos de mil formas que eran más hombres que
nosotros, más berracos. Les coqueteaban a nuestras mujeres y
nos exhibían las suyas. Mujeres desinhibidas, tan resueltas
como ellos, incondicionales en la entrega, calientes, mestizas, de
piernas duras de tanto subir las lomas de sus barrios, más de
esta tierra que las nuestras, más complacientes y menos
jodonas. Entre ellas estaba Rosario.
-Cómo fue que te enamoraste de ella –le pregunté a Emilio.
-Apenas la vi, quedé listo.
-Yo sé que cuando la viste te gustó, pero yo me refiero a lo
otro, a enamorarse, ¿si me entendés?
Emilio se quedó pensativo, no sé si tratando de entender lo
que yo le decía o buscando ese momento cuando uno ya no se
puede echar para atrás.
-Ya me acuerdo –dijo-. Una noche después de rumbear,
Rosario me dijo que tenía hambre y fuimos a comer perros
calientes, por ahí, en uno de esos carritos de la calle, y ¿sabés lo
que me pidió?: perro caliente sin salchicha.
-¿Y? –No se me ocurrió qué más preguntar.
-Cómo que «¿y?». Cualquiera se enamora con eso.
Yo no sé si un perro caliente sin salchicha lo puede hacer
perder a uno, pero de lo que sí estoy seguro es de que Rosario
ofrece mil razones para enamorarse de ella. La mía no la puedo
especificar, no hubo una particular que me hiciera adorarla,
creo que fueron las mil juntas. ¿A vos te gusta Rosario? –me preguntó Emilio.
-¿A mí? Vos estás loco –le mentí.
-Te ponés contento cuando estás con ella.
-Eso no quiere decir nada –volví a mentir-. Me cae muy bien,
somos muy buenos amigos. Eso es todo.
-¿Y de qué hablan todo el día? –preguntó Emilio con un
tonito que no me gustó.
-De nada.
-¿De nada? –volvió a preguntar subiendo el tonito.
-Pues hombre, de cosas, ¿sí?, hablamos de todo un poquito.
-Me parece muy raro.
-¿Qué tiene de raro? –le pregunté.
-Pues que conmigo no habla nada.
Rosario y yo nos podíamos pasar toda una noche hablando,
y no miento cuando digo que hablábamos de todo un poquito,
de ella, de mí, de Emilio. Las palabras no se nos cansaban de
salir, no sentíamos sueño ni hambre cuando nos dedicábamos a
conversar, las horas pasaban de largo sin darnos cuenta, sin
estropear nuestra conversación. Rosario hablaba mirando a los
ojos, me atrapaba con ellos por más tonto que fuera el tema, me
llevaba a través de su mirada oscura hasta lo más hondo de su
corazón; de su mano me mostraba los pasadizos escabrosos de
su vida, cada mirada y cada palabra eran un viaje que sólo
hacía conmigo.
-Si te contara –decía antes de contarme todo.
Hablaba con los ojos, con la boca, con toda su cara, lo hacía
con el alma cuando hablaba conmigo. Me apretaba el brazo
para enfatizar algo, o me ponía su mano delgada sobre el muslo
cuando lo que me contaba se complicaba. Sus historias no eran
fáciles. Las mías parecían cuentos infantiles al lado de las suyas,
y si en las mías Caperucita regresaba feliz con su abuelita, en las
de ella, la niña se comía al lobo, al cazador y a su abuela, y
Blancanieves masacraba los siete enanos.
Casi nada quedó por hablar entre Rosario y yo. Fueron
muchos años de horas y horas entregados a nuestras historias,
ella siguiendo mi voz con su mirada y yo perdiéndome en sus palabras y en sus ojos negros. Hablábamos de todo un poquito,
menos de amor.
-¿Es su novia? –me preguntó una enfermera ociosa.
-¿Quién? ¿Rosario?
-La joven que trajo herida.
Nunca pude saber exactamente qué tipo de relación sostuve
con Rosario. Todo el mundo sabía que éramos muy amigos, tal
vez más de lo normal, como decían muchos, pero nunca
trascendimos más allá de lo que la gente veía. Bueno, nunca
excepto una noche, esa noche, mi única noche con Rosario
Tijeras. Por lo demás, éramos sólo dos buenos amigos que se
abrieron sus vidas para mostrarse cómo eran, dos amigos que, y
apenas hoy me doy cuenta, no podían vivir el uno sin el otro, y
que de tanto estar juntos se volvieron imprescindibles, y que de
tanto quererse como amigos, uno de ellos quiso más de la
cuenta, más de lo que una amistad permite, porque para que
una amistad perdure todo se admite, menos que alguno la
traicione metiéndole amor.
-Parcero –me decía Rosario-. Mi parcero.
De los años que pasé junto a ella, sólo me quedaron dos
dudas: la pregunta que nunca me respondió, y qué hubiera
pasado con nosotros si Emilio no hubiera estado por medio.
Ahora pienso que tal vez no hubiera pasado nada distinto, lo
digo por esa manía absurda que tienen las mujeres de unirse no
al hombre que quieren, sino al que les da la gana.
-Vos le gustás a Rosario –insistía Emilio.
-No digás güevonadas –insistía yo.
-Es que es muy raro.
-¿Qué es lo raro?
-Que a mí no me mira como te mira a vos
